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8 de septiembre de 2012

Anodino

¿Saben de esos hombres que son capaces de renunciar al cielo, la gran metáfora mancillada de lo dionisíaco, tan solo para sentirse lo suficientemente humanos y poder continuar con sus vidas? Él pertenecía a ese reducido y masoquista grupo de personas deseosas de abandonar el calor de una mujer para poder mancharse los pulmones con el alquitrán de sus solitarios vicios, de sus penosas cavilaciones. Era de esos personajes adorables en la literatura pero odiosos en la cotidianidad de los días, de los que recordaba que tu vida no era como ese libro maravilloso y te dejaba averiguar que posiblemente la suya tampoco, pero que le importaba un pito.

Había llegado a su casa, colgado sus pertenencias en el clavo de la puerta y se había tirado en el sillón. Meditaba acerca de otros mundos que no eran el suyo, que creía conocer de sobra. No tenía nada que contarse, así que navegaba entre recuerdos, de los odiosos y sis se valía para construir ensueños que no le reconfortaban porque ya los conocía. Y no es que quiera aburriros con una historia que posiblemente ya hayan leído en otros miles de sitios. Historias sobre personajes que ya no cuelan, anclados en la memoria de aquellos tiempos de máquinas de escribir, de Hemingway y jazz. La vida ya por otros derroteros y sé que no interesan las crudas verdades, las pocas cosas auténticas que podemos encontrar. Ahora jugamos a reírnos con mensajes de 140 caracteres, colgar alguna foto insulsa para que todos sepan que seguimos vivos en alguna red social. Interesa tal vez la noticia incendiaria, nos alegramos de que todo se vaya al carajo para así poder tener algo de que hablar, algo que nos afecte lo suficiente como para reconocer de lejos la cara del miedo, un extraño sentimiento que conocemos solo a través de las historias de nuestros abuelos.

Nuestro personaje todo esto lo sabía también, él tenía su cuenta de Twitter y de cuando en cuando se marcaba el tango o le reía la gracia a algún avispado. Pero es que la vida sigue siendo como era cuando Joyce, solo que con máquinas más automáticas. Cuando dejamos que el humo se nos escape de entre los dientes murmurando por lo bajo que es una lástima no poder hacerlo dentro de un bar, tiritando tal vez de frío en la puta calle, porque sí, porque tus vicios son tuyos aunque no lo quieras reconocer en tus limitados caracteres, sabemos que nada ha cambiado demasiado. Que seguimos arrojados al mundo y que hasta ahora no ha venido otro cabrón a contarnos otro cuento que desdiga al francés, otro que no le dé excusas a esa multinacional que te suministra la nicotina para considerarte simplemente un consumidor. Un eslogan: "¿Nadie te invitó a nacer? Muérete tu solo con nuestra nueva promoción."

Se levantó, harto de sus propias musarañas y se sirvió el resto del café frío que le había quedado de aquella mañana. Encendió el ordenador y dejó que arrancara mientras a él le arrancaban las tripas los posos de ese café asqueroso.Nada de punto comes. Ni abrió el navegador que le increpaba con esos tres vistosos colores ("trabaje en la nube, así todos podremos conocer qué productos se adaptan mejor a sus necesidades, o crearle las necesidades que mejor se adapten a usted"), un simple editor de textos que le permitiera escribir algo sensato sin la acuciante cuenta atrás del recuento de letras. Miró la taza vacía y comprendió que no tenía mucho que contar.

La había dejado allí, plantada. Es posible que con una llamada de teléfono se hubiera solucionado todo mucho más rápido, pero creía en la necesidad de cuidar a las personas. Sexo y alguna que otra copa, luego la charla. No tuvo sexo por él, no le importaba. Lo realizaba con automatismo, solo para complacerla. Jadeos, posturas y sudor compartido en una habitación demasiado cargada. Luego el busco algo más, ese "no me mereces" suavizado con demasiadas palabras. La cara digna de la contertulia y el aire desesperado del juez, que quiere pasar por víctima. Luego vine la última copa, que para eso somos civilizados, y el consabido hasta la vista. Dos besos que saben a falso, pues se preferirían dos cuchilladas.

Cerró el programa, con la página aún en blanco, y dejó que la pereza le ahorcara mientras miraba el fondo de pantalla antes de darle a apagar sistema lentamente, aburrido. Volvió al sillón y abrió un libro, el último consuelo de los hombres sabios. -Bonita frase -pensó-. Y se lo repitió varias veces antes de empezar la lectura mientras meditaba si realmente se consideraba un sabio. En la obra más de lo mismo. Llega un momento en que todos los libros se parecen, o uno se va pareciendo a sus libros. Como si se envejeciera con ellos y ya te supieras la historia de tus amigos antes incluso de pedir la cerveza en el bar y sentarte. Y ya solo quedan las formas, la astucia o la gracia al contarte el triste cuento de su vida, la súplica de no aburrir al interlocutor con lo que él ya sabe. La sorpresa.

Tal vez por eso ahora escribimos en 140 caracteres, estamos tan aburridos que no tenemos tiempo para detenernos a contar una historia. Aún menos a leerla o escucharla. Ya nos la conocemos. -Nihil novum sub sole, que ya decían hace siglos. Pues imagínate ahora que tenemos la Wikipedia, millones y millones de personas con la única función de saturarte de información para que no sepas donde tienes la cabeza. Que te marea, que te trae y te lleva con los ojos cerrados -mientras decía todo esto volvía a encender el ordenador, el libro ya dado por perdido, con la esperanza de que su soliloquio le durara lo suficiente como para tener algo bueno que escribirse-. ¿Cómo se supone que puedo mantener una relación con una mujer que ni siquiera se preocupa en conocerme? Es posible que sea un bobo, que la búsqueda de lo auténtico termine inevitablemente con una escopeta explotando en mi cara -tecleó algunas letras y volvió a borrarlas. Nada de lo que escribiera podía sacarle esa comezón que tenía en la cabeza, una resaca de mediocridad que no sabía como sacarse del cuerpo.

Pensó en llamarla, en decirle que todo había sido un error, parte de un teatro en el que no le había informado que participaba. Una cámara oculta cuyo único espectador era él mismo. Promesas de sábanas calientes y una amodorrada compañía. Al menos el vino era bueno. Dejó el teléfono sobre la mesa (otro eslogan: "teléfonos inteligentes para personas cada vez más estúpidas. Acérquese a su tienda más cercana, le haremos una oferta que, hasta con su ridículo sueldo, no podrá rechazar". Mafiosos). Las dos de la mañana. Pensó en irse a la cama, pero estaba demasiado errante como para dormirse. Luego se acordó del café y pensó en la estupidez que había hecho. Otro cigarro, otra vez el recuerdo de aquellos bares cargados de humo. Al menos no tenías que soportar el olor a pis del viejo camarero. Pero ahora ni los bares estaban abiertos. ¿Qué día era? ¿Martes, miércoles?
-Ya hasta pensamos en 140 caracteres -refunfuñó, y se fue a la cama.

19 de febrero de 2011

Another fucking day

Todo es ponerse. Al menos eso dicen. Yo lo creo, o al menos lo creía. Hay personas que malgastan su vida en trabajos de ocho horas que odian con toda su alma (yo entre ellas). Soy un perdedor, de acuerdo, pero esto antes me gustaba. Me refiero a escribir. A veces pienso que he cambiado un sueldo relativamente mísero por mi capacidad de juntar letras muy bien juntadas. Ahora me rio, antes me gustaba, repito. ¿Ahora? No lo sé.

Veo pasar los días por mi vida –por mi trabajo de mierda– y me lamento porque voy a morir y no aprovecho lo que tengo, los días que tengo. Soy un desgraciado que no bebe, que no folla como un condenado, que no se droga… ¡joder, ni tan siquiera fumo! Mi única adicción es la desidia generacional. Esa terrible calma que nos inunda a los nacidos en aquella frenética ola de los años ochenta.

No me miren mal, soy igual que ustedes. La diferencia está en que yo lo digo en voz alta. Siempre ha sido así. Me gustaría complacerme en mi dolor y hacer algo especial de él. Pensar que soy mejor, distinto a los demás y esas cosas que suelen pensar los que lo pasan mal. Pero ni eso tengo de consuelo. La mierda que me inunda es la misma mierda que inunda a otros. No huele ni mejor ni peor. La única diferencia, lo vuelvo a decir, es que yo lo digo en voz alta.

Mañana, al igual que muchos, afrontaré otro jodido día sin un maldito café que llevarme al estómago. Pero antes que eso tendré que despertarme y engañarme con algún buen motivo para levantarme de mi cama, separarme de mis sábanas –que a veces pienso que son las únicas que me quieren– y ponerme rumbo a la cocina preguntándome qué coño me voy a poder tomar para hacer más cómodas esas primeras horas del día. O la tarde, mejor dicho. Mañana es sábado y no pienso madrugar.

17 de agosto de 2010

H2O (basado en hechos reales)


Eran entre las diez y las once de la noche. No lo sé con precisión pues nunca voy con reloj –y mucho menos cuando estoy de vacaciones–, pero sé que el intervalo es el correcto porque salí de casa hacia las diez y mucho más tarde un reloj me sorprendió dando las once. Pero da igual, no creo que sea tan importante la hora. La cosa está en que era el comienzo de una noche de agosto, que yo estaba de vacaciones en una ciudad completamente extraña del caluroso sur del país y que, inexplicablemente, de pronto una terrible tormenta que arrastraba consigo la pertinente lluvia, los sorprendentes relámpagos y los estruendosos truenos, si se me permite la redundancia.

No sabía qué hacer. Yo había viajado a aquella ciudad esperando encontrarme calor, gente sofocada y lamentando tener que trabajar y no poder ir de vacaciones a algún lugar fresco como del que yo venía.
Yo creo que hago estas cosas precisamente porque cuando me harto del calor sé que puedo hacer las maletas y coger el primer tren, avión o lo que sea y volver a mi cómoda y fresca casa. Incluso puedo beneficiarme de las bondades de uno de mis vecinos y pedirle que me deje una cerveza y una jarra enfriándose en el congelador el tiempo suficiente para que cuando llegue estén en la temperatura exacta. Cosa que, por cierto, después de lo de esta noche, pienso hacer mañana.
No quiero irme del tema.

La lluvia torrencial comenzó a caer sobre mí, tan inesperada y helada como mal bienvenida. Mi vestimenta, desde luego, no preveía la lluvia. Yo tampoco, así que corrí. Corrí como si de napalm se tratara, intentando guarescerme, pero ningún portal había que pudiera darme socorro. Ningún saliente de ningún edificio quería darme cobijo. Y tuve que seguir corriendo.

Al fin vi una puerta cuyo grueso dintel de piedra parecía adecuado para esperar bajo él a que escampara, así que allí me coloqué. No sé el tiempo que estuve allí –si antes estuviste atento recordarás que no tenía reloj– pero ahora sé que aquella lluvia que miraba con admiración y enfado era mejor que lo que me venía encima. Nunca mejor dicho, por cierto.

La puerta que se encontraba detrás de mí se abrió de pronto, haciendo que un chorro de aire helado –inexplicable en esta ciudad y estas fechas– se colara en la casa a través de mí. Me giré y me encontré a una gruesa (¿el superlativo sería “grosísima”?) anciana que me miraba con los brazos en jarras, interrogante. Le pedí disculpas y le expliqué, por si no era demasiado obvio el por qué me encontraba allí. Me invitó a pasar y me negué. No estoy acostumbrado a la supuesta amabilidad de los sureños. Sé que por aquí prima la hipocresía y ese buen rollito que dicen tener no es tanto por la natural amabilidad como por la obligada vida social que da un clima que te permite salir a la calle durante gran parte del año. De todos modos, el problema es que además de hipócritas, son maleducados. En este caso, la anciana desoyó completamente mi negativa –e incluso mi invitación a marcharme en caso de que la molestara– y me agarró del brazo obligándome a entrar.

Lo reconozco, sentí miedo.

Una vez dentro de la casa me dio toallas limpias, de un color verde pistacho y con mucho olor a suavizante, y me invitó a darme una ducha de agua caliente. Yo estaba algo más tranquilo, pues mientras ella revolvía un armario buscando las toallas yo me había dado un discreto paseo para estudiar el sitio. No encontré nada inusual: La televisión encendida y a un volumen tremendo, un ventilador que desahogaba la terrible humedad que se había apoderado de esa casa, una mesa camilla sin hornillo, un sofá estampado de forma horrible y demás horteradas, como el muñeco de una mujer vestida de gitana encima del televisor, que uno espera, aunque raye en el tópico, encontrar en la casa de una señora que vive sola y, probablemente, cuyos numerosos hijos prefieren mantener alejada. Preví también por esto último que era una persona muy acostumbrada a sacar a las personas de problemas, costumbre que mantenía y ejercitaba siempre que le era posible, por supuesto. En este caso, yo se lo había servido en bandeja.

Me duché y agradecí la ducha caliente con todo mi corazón. El agua fría de lluvia parecía habérseme colado hasta el tuétano de los huesos y ahora era sustituida por la agradable sensación de calor. Cuando salí de la ducha me envolví en la toalla y salí a la habitación contigua, un reducto enano con una cama que parecía ser la habitación de invitados o algo así. Tal vez la antigua habitación del último hijo que salió de aquella casa.

Encontré sobre la cama ropa doblada y seca, que despedía el mismo olor a suavizante que la toalla, y empecé a vestirme. Fue entonces cuando escuché los once toques de un reloj en el pasillo.

La ropa en un principio me hizo sentirme ridículo. Se trataba de un pantalón amarillo de algodón y una camiseta blanca con letras azules del mismo material. Para colmo me estaban pequeñas las dos prendas. Me miré en el espejo del cuarto de baño para ver mi aspecto y fue cuando leí las letras de la camiseta: H2O. De la sensación de ridículo pasé a sentirme parte de un chiste que no entendía.

Mis zapatos estaban empapados, así que salí descalzo al pasillo. El ruido de la puerta de la habitación debió alertarla de que ya estaba listo, porque justo en el momento en que me asomaba ella hacía lo propio desde la puerta de lo que me parecía la cocina. Me invitó a ir donde ella y, una vez allí, sentarme en una silla plegable de madera frente a una mesita también plegable de plástico. El mantel era del mismo color que mis pantalones.

Me ofreció unas salchichas con patatas y huevo que devoré rápidamente. Aquellos huevos, he de reconocerlo, estaban deliciosos. Y cuando terminé me informó de que se iba a la cama. Al principio me sorprendió, pensaba que iba a esperar a que escampara. Pero luego pensé que me había ofrecido de alguna forma la habitación de invitados al dejar que me duchara allí en vez del baño que en ese momento podía ver al final del pasillo. Le pregunté a qué hora se levantaría al día siguiente y me miró con extrañeza. Yo le expliqué que era porque yo me iba a levantar temprano porque tenía cosas que hacer y entonces ella, muy sorprendida, me contestó que yo podía hacer lo que quisiera, pero lo que esperaba de mí era que me marchara en ese mismo momento de su casa. Ella tenía que acostarse, así lo marcaba su horario, y no pensaba hacerlo con un extraño en la casa. Salió entonces de la cocina, dejándome a mí estupefacto y sin moverme, como procesando la información, y volvió al poco con mi ropa mojada en una bolsa.

Le volví a preguntar, para cerciorarme bien, si esperaba que saliera de la casa en ese mismo momento o si podía esperar a que escampara. Me contestó, y atisbé cierta indignación en su voz, que esperaba que me fuera inmediatamente porque ella debía irse a la cama, que ya me había dado una ducha y había cenado, y nada me impedía, siendo joven y fuerte según ella, salir afuera y llegar adonde fuera que residiera. Como única excusa le expliqué que estaba descalzo y ella lo resolvió rápidamente quitándose las zapatillas de andar por casa que llevaba y pasándomelas con un puntapié cada una.

Me estaban pequeñas, lo sabía mucho antes de encajarlas –no hay otra palabra mejor– en mis pies, pero era mejor que ir descalzo. Así pues, me acompañó a la entrada, me invitó con una mano a que saliera y luego cerró la puerta detrás de mí, con la misma brusquedad con la que la había abierto.

Y allí me quedé yo, con ropa que me estaba pequeña y cuya combinación espantosa me hacía parecer un payaso, con unas zapatillas que casi me hacía resbalar por la acera mojada, una bolsa llena de ropa mojada y unas letras azules, bien grandes, en la camiseta que así rezaban bajo la lluvia: H2O.


9 de agosto de 2010

De principio a fin (Una biografía)



Nací en el seno de una familia acomodada, como tantos otros. Mi padre era el dueño de distintas empresas, que había levantado gracias al capital generado por mi familia paterna a lo largo de los siglos. Mi madre era también una envidiable heredera, aunque más que por capital, por títulos. A sus tan solo dieciséis años de edad era ya, por la muerte de mi desconocida abuela, la duquesa de Macondo. Título que nos pertenecía desde la IV Revolución, que por cierto fue iniciada aquí en mismo, hará ya cuatrocientos años. Los pocos que acuden a los libros para comprobar la historia, entre los que me incluyo, defienden que nuestro título no es lícito, pues esta enorme ciudad, que antes no era más que una simple aldea, se fundó con una idea muy distinta a la de los títulos nobiliarios.

No me quejo. Tuve una infancia feliz, en la que zigzagueaba entre mis juegos en el campo y las idiosincrasias de mi madre. Mi padre no era un padre esquivo como el de muchos de los amigos que yo tenía entonces. Estaba poco en casa, lo admito, pero cuando estaba se hacía notar. Jugaba conmigo y con mis dos hermanas hasta el aburrimiento, compensando las veces que no había podido estar allí.

Al cumplir los doce años me mandaron a un colegio muy lejano, en Suiza, donde me dijeron que iban a completar la educación que allí me habían dado. No sé si completar es la palabra, yo diría cambiar para ser más justos. Pese a todo, estoy muy contento de aquellos cambios.

En el amor las cosas siempre me fueron bien. Fui un joven apuesto y brillante en las cosas que emprendía. Mis estudios en antropología me permitieron desarrollar mi mayor pasión: los viajes. A los treinta años de edad ya había conseguido visitar más de la mitad de las principales ciudades del mundo. Desgraciadamente jamás regresé a Macondo.

No me casé nunca porque jamás me gustaron las obligaciones de la vida marital. Pese a eso, siempre disfruté de sus posibles ventajas. Si tuviera que recordar un nombre, recordaría ahora el de Julia. Sus ojos castaños y su piel blanquecina siempre fueron un precioso aliciente para nuestros juegos.

No me rendí ante nada y cometí enormes errores. Jamás creí en ningún dios ni perdí el tiempo en la metafísica ni teorías imposibles.

Lo que ha terminado conmigo, al igual que hará con ustedes, ha sido la vida. Ahora me gana la partida, pero hubo tantas otras en las que fui yo el que reía.

7 de agosto de 2010

Un buen futuro



Me levanté conmocionado. Había recibido un fuerte golpe en la cabeza y, al despertar, todo estaba cargado de polvo. Trastabillé como pude por la casa medio en ruinas. No pude comprender lo que había ocurrido hasta que miré por la ventana.

Comprobé que, no solo la ciudad, sino todos los campos que la circundaban estaban ardiendo o carbonizados. No quedaba nada.

No me pregunté si sería el único superviviente hasta mucho después. Tardé demasiado en asimilar la idea de que lo que mis ojos estaban viendo era aquello con lo que muchos habían tenido pesadillas. No se trataba de alguna guerra, tampoco un accidente nuclear. No.

Lo que mis ojos estaban viendo, reflejados en bravas aguas que se acercaban, en tornados que parecían marcharse y en nubes que ahora tronaban sobre mí, era que la Naturaleza se había cansado de nosotros.

3 de agosto de 2010

Creencias infantiles


Cuando era pequeña creía firmemente en la existencia de los gnomos de jardín. Pero no esas entrañables figuritas de cerámica que decoran algunos jardines. No. Para mí esos eran simples representaciones caricaturescas de los verdaderos gnomos de jardín. Imagino que mi creencia en dios me servía como comodín para pensar que, si ese misterioso ser tenía, en efecto, existencia, otras tantas criaturas también podían hacerlo. Eso sí, si me hubieran preguntado acerca de dragones, elfos, unicornios y ogros me hubiera reído de lo lindo con toda mi inocencia infantil al pensar que alguien pudiera creer en semejantes tonterías. Es más, una vez me peleé con un compañero de clase, tenía entonces unos seis años, porque él defendía la existencia de un ogro. Es más, me aseguraba que él lo había visto. Me peleé con él no porque no creyera lo mismo que yo, sino porque su insistencia acerca de que realmente existía me hacía pensar que él creía, aún más firmemente que en su ogro incluso, que yo era tonta. En cambio, mi mejor amiga, Paula S., pensaba que las hadas eran reales y yo siempre la respeté.

Hoy ya he superado todas esas tonterías acerca de dioses, hadas, gnomos y ogros. Pienso que para una mente infantil es bueno pensar en esas cosas, expanden la imaginación. En cambio, me parece un poco peligroso –patológico incluso- que una persona adulta crea aún en tales tonterías. Simplemente es irracional.

Yo ya no creo en la existencia de gnomos y, de la misma manera que los adultos se reían de mi credulidad, hoy día se escandalizarían si aún siguiera creyendo en eso. No entiendo en qué momento del razonamiento dios quedó excluido. ¿Será por las pruebas aportadas que demuestran su existencia? No hay ninguna que no sean malabarismos lingüísticos o falacias filosóficas. También es cierto que no hay ninguna prueba concluyente de su no-existencia, pero… ¿Quién se va a molestar en probar la no-existencia de los gnomos de jardín? Si fuera yo la que cree en ellos, debería ser yo la que probara al mundo que es cierto y que no estoy enferma. La única diferencia sería que, mientras yo al creer en los gnomos de jardín estoy sola, los que creen en dios disfrutan de una cómoda y bien manipulada histeria colectiva.

Y si a veces aún me molesto y revuelvo contra tales estupideces es porque, de alguna manera, me recuerdan a aquel niño que estaba empeñado en haber visto a aquel ogro en el que yo no creía y de tanto intentar convencerme me sentía insultada.

1 de agosto de 2010

Vacaciones de verano



La vista desde el autobús de aquella tostada e infinita pradera me devolvió los recuerdos de mi infancia. No había nostalgia en ellos. Tampoco alegría. Solo una casa de madera con un río que pasaba por detrás y que podía verse desde la ventana de la cocina. Viví allí desde mi nacimiento hasta que cumplí los doce años, poco después de que mi madre muriera. Mi padre me dijo que me iba a venir muy bien el cambio de aires, pero ahora sé que lo hizo por él. No podía seguir viviendo en aquella casa cargada de pasado, aunque tampoco le hacía falta una casa para seguir llevando a mi madre cada día en su corazón. Al menos tuvo el detalle de esperar a que cumpliera la mayoría de edad para volarse la cabeza. Sufrió mucho durante aquellos seis años que esperó hasta volver a reunirse con mi madre.


29 de julio de 2010

Ascensor al Infierno



-Ven, entra.

Yo no quería fiarme. Había algo en aquella vieja que me decía que no me fiara, que corriera escaleras abajo y, sobre todo, que no entrara en aquel ascensor.

-No, gracias. Iré mejor por las escaleras, es más rápido –le mentía y seguro que ella lo sabía. Iba completamente cargado con bolsas de basura y un abrigo que mi madre se había empeñado que llevara “por si hacía frío”.

-Venga, chico, no digas tonterías. Con esas bolsas y ese abrigo que llevas colgando del brazo podría tropezar. Aquí cabemos perfectamente.

-De verdad que no, muchas gracias –era un asco repulsivo, visceral. Como si ese instinto de supervivencia que todos se supone que tenemos me gritara desde lo más íntimo de mi ser que me alejara.

-Entra ya en el ascensor, estamos tardando más en discutir que lo que tardaremos en bajar –me espetó.

Y ocurrió entonces algo espantoso. Agarró mi brazo con su mano huesuda y me arrastró, con una fuerza que no comprendía, hacia su cadavérico cuerpo, su olor a muerte y sus desdentadas encías. Me voy al Infierno, pensé lleno de pavor. Y casi. Pero no era un Infierno lleno de llamas, demonios y almas en pena. No. Era un Infierno de silencio incómodo y hedor a gases intestinales de una octogenaria.

27 de julio de 2010

La mañana del domingo


Amarró su pequeña barca a la cornamusa, saltó al embarcadero y siguió saltando hasta su casa, un pequeño agujero muy bien decorado cerca de la casa de Óscar el pastor. Efectivamente no era una casa muy grande, pero él vivía solo y sus hermanos raramente venían a visitarlo. Cosa que agradecía, pues su familia era tan numerosa como desordenada y no le gustaba nada tener que recogerlo todo tras su marcha. Este era uno de los motivos por los cuales nunca había querido comenzar unas reformas de ampliación en su hogar. Además, no tenía previsto casarse.

Abrió la nevera y cogió el zumo de zanahoria que se sirvió segundos más tarde en una jarra de medio litro. Se sentó en su sillón, un mueble no muy cómodo pero que iba realmente bien con el resto de la casa, y puso los pies sobre la mesa dispuesto a seguir disfrutando de la mañana del domingo. Justo cuando más cómodo estaba llamaron a la puerta. Un fastidio que esperaba solventar procurando no hacer ningún ruido, esperando así que la visita pensara que no había nadie y se marchara. Pero no funcionó.

-¡Conejito Darwin! ¡Conejito Darwin! Abre, es importante-.

Hubiera reconocido esa molesta voz en cualquier parte. Era Juan Ramón el moscardón. Un tipo muy pesado que además tenía la costumbre de rebuscar en la basura de los demás para espiarlos.

                -Ahora no puedo, Tomás. Estoy cocinando.
                -¿Cocinando? ¿Y qué preparas? Podría ayudarte…
                -No, gracias Juanra, tengo visita.

Era una mentira. A Darwin no le gustaba mentir, pero a veces no hay más remedio.

                -¡Oh, venga! Ábreme, de verdad que es importante. Además ¿quién viene a visitarte?
                -No es de tu incumbencia. Y si es tan importante suéltalo ya porque no pienso abrirte.

Empezaba a perder la paciencia, como siempre que trataba durante más de dos minutos con Juan Ramón. Durante unos segundos no se escuchó nada, cosa que le hizo pensar a Darwin que se había cansado y se había marchado. Y cuando estaba a punto de suspirar de alivio volvió a escuchar esa chirriante voz.

                -Lo siento, pero he estado hablando con mi socio y me ha dicho que no puedo contártelo a través de la puerta. Es un secreto.
                -¿Un socio? ¿Quién es tu socio y qué es lo que queréis?

La curiosidad le picó un poco a Darwin. No sabía quién podía tener las agallas de asociarse con semejante pesado.

                -Espera, no sé si eso es secreto, voy a preguntárselo.

Esta vez Darwin orientó una de sus largas orejas para ver si escuchaba algo, pero lo único que le llegaba era un siseo.

                -Vale, dice que eso puedo decírtelo. Es Jacobo, el mosquito. Si me abres te cuento su plan, dice que podemos sacar una buena tajada de todo esto.

Jacobo era un alcohólico reconocido en todas partes y hacía muchísimo tiempo que nadie le había visto sobrio. Según cuenta comenzó con la bebida cuando Marisa la mariposa lo dejó para poder dedicarse a la pintura, su verdadera pasión, con toda su alma. Nunca lo superó y, como todo el mundo parece saber menos él, el alcohol no es buen consejero.

                -No, Juan Ramón, definitivamente no quiero saber nada de los trapicheos de Jacobo, así que lárgate antes de que avise a Tomás, el perro guardián, de que estáis tramando algo.
                -Vale, vale, Darwin, no hace falta que te lo tomes así. Contábamos contigo simplemente. No te enfades.
                -Pues la próxima vez, antes de contar con alguien, no estaría de más preguntarle, ¿de acuerdo?
                -Si, si, tranquilo. Ya me voy, pero no le digas nada a Tomás, ¿vale?

Juan Ramón ya había tenido problemas con Tomás, un pastor alemán encargado del orden en todo el lugar, y no quería que metiera las narices en su vida. Darwin no sabía si lo que estaban tramando era lícito o no, pero sí sabía que la mera mención de Tomás iba a bastar para que lo dejara tranquilo. Así pues, se relajó de nuevo en su incómodo sofá y le pegó un sorbo largo a su zumo de zanahoria. 

Una aventura de cuando en cuando no viene mal, pensaba, pero después de haber estado remando toda la noche a la luz de las estrellas para encontrarse con Mónica la Loca, su amante y amada, ya había tenido aventuras suficientes. Además, no se fiaba de esos dos. Así que sonrió, alzó el vaso brindando por la vida y presionó el botón de la minicadena.

25 de julio de 2010

Modelo de fotografía


Cierro la puerta dando un portazo. Estoy furioso y poco me importa que ya no haya nadie en la casa para escucharlo. Tiro el lo que tengo en las manos encima del sofá y me siento en la silla más cercana de la salita de estar y me quedo allí rabiando, con la cabeza entre las manos y los ojos clavados en el suelo. ¡Joder! No lo entiendo. Años y años dedicándome a la fotografía para que ahora mi mujer, con la que llevo casado casi diez años, me diga que va a ir a hacerse un libro fotográfico con otro. Que yo soy muy clásico -¡muy clásico!- y no es lo que busca. ¿Cómo voy a ser clásico? Tengo treinta años, le digo, no me ha dado tiempo de volverme clásico. Ella me dice que la edad no importa y yo sé entonces que ha dejado de quererme. Aún y así peleo. Antes le gustaba mi fotografía y se lo recuerdo. Me responde que le sigue gustando, me endulza la píldora alegando que le encanta, que me considera un gran fotógrafo y que todos esos premios no son por nada, pero que no es lo que ella busca ahora mismo. ¿No la he captado bien? ¿No se gusta en mis fotos? Dice que sí, pero que ahora busca otra cosa, algo un poco más atrevido. Me engaña, estoy convencido. ¿Más atrevido? ¡Joder! Le explico que eso es una gilipollez, que una fotografía es una fotografía, la fotografiada es la modelo y los fotógrafos unos cerdos. Nada. Me replica que no va a desnudarse, que si es eso lo que me preocupa. Le contesto que no, que lo que me preocupa es que la desnuden y ella se enfada. ¿Qué buscas en la fotografía? Lo estúpido de su respuesta me abruma. Me suelta que a ella misma, pero a otra yo que aún no conoce. Me exaspero y le digo que eso es una tontería, que la supuesta verdad en el arte la pone el espectador, que si ella quiere encontrarse de otra manera lo puede hacer igual en una fotografía antigua que en una nueva. No varía otra cosa más que la disposición del sujeto que observa. Nada. Sigue en sus trece y, más papista que el Papa, me dice que entonces yo no he comprendido la fotografía. Todo comienza a ser muy confuso y recapitulo para saber cómo hemos llegado al punto en el que ella me habla sobre lo que es la fotografía. Además, continúa ella, te repito que lo único que quiero es que otro me fotografíe, nada más. No te lo tomes tan a pecho, tú me podrás fotografiar siempre, lo único que quiero es verme a través de los ojos de otra persona. Mi sorna acerca de que le arrancara los ojos al fotógrafo que fuera no parece hacerle mucha gracia.

Me engaña, sé que me engaña. O más bien me engañaba. La discusión continúa, ella comienza a llorarme diciendo que estoy sacando las cosas de quicio, que no es tan importante pero que no piensa ceder porque está cansada de que siempre se haga lo que yo digo. Ahora me sale con esas. No escucho sus llantos, no me hace falta. Esa cantinela me la sé desde hace años y lo considero chantaje emocional. Me dice que si no comprendo esto es porque soy un burro y eso me duele. De pronto noto cómo mi puño, sin saber muy bien cómo, impacta en su cara. Algo dentro de mí me dice que acabo de hacer algo horrible, pero continúo y continúo. Tiene un no sé qué especial lo que estoy haciendo y no tengo ganas de parar. En cierto momento consigue zafarse y corre en dirección a la puerta principal con la cara destrozada y logra salir a la calle. Yo corro detrás de ella deteniéndome unos segundos en la cocina. Lo voy a hacer, hace tiempo que quería hacerlo y ya había empezado. Se había vuelto muy rebelde, se había olvidado de que era mía. La alcanzo en mitad de la calle, algunos coches pasan a un lado y a otro de nosotros. Agarro su pelo y miro su boca, antes preciosa y ahora algo desdentada. Le hundo el cuchillo de cortar el pan en la garganta. Ya no es mi modelo. La suelto y veo cómo se lleva las manos a la herida mientras la sangre gorgotea de una forma imposible. Me parece un espectáculo patético, me doy la vuelta y vuelvo a casa furioso. Me engañaba, seguro que me engañaba.

***

Sigo cerca de una hora sentado en la silla cuando suenan las sirenas. Han tardado bastante. No hago por huir, no he cometido ningún crimen. Era mía, yo la había captado en mi cámara y ella era para mí. A nadie se le encarcela por romper sus cosas.

23 de julio de 2010

Una vida sin gracia


Era un tipo bastante desgraciado. Nunca había logrado nada y, desgraciadamente para él, esto era una realidad. Por no lograr no había logrado ni obtener el certificado de estudios mínimos. No, no es que no los hubiera superado, simplemente la Administración había perdido todo su expediente y no constaba que hubiera cursado nada nunca. Le dijeron que todo era muy extraño porque suele haber más de una copia, e incluso la Universidad debería tener su propio expediente. A él no le extrañó en absoluto, estaba acostumbrado a estas desgracias.
La otra noche tuvo que dormir en su portal porque se había dejado las llaves dentro de casa. No era muy tarde y pudo llamar a la puerta de su vecino para ver si le dejaba saltarse desde el balcón pero, aunque parezca imposible después de veinte años viviendo allí, no le reconoció. Ahí tuvo que reírse. Era tan absurda la manera que tenía el destino de burlarse de él que no pudo resistirlo.

A la mañana siguiente, cuando llamó al cerrajero porque no había forma humana de abrir aquella puerta sin ganzúas. Tuvo que visitar cuatro cabinas telefónicas hasta encontrar una que conservara el cable del auricular. Se ve que alguien aquella noche se había entretenido arrancándolos. Localizó, eso sí, rápidamente a un cerrajero, que más tarde le hizo tener que extirparse el riñón para poder pagarle. Pero eso es algo que, después de haber pasado la noche en el suelo frío y desangelado de la entrada de un edificio, poco importa tras sentarte en tu sofá y tomarte un buen café. “Se paga lo que se tenga que pagar”, aseguró más tarde al único amigo que tenía, un abogado divorciado por problemas con la bebida.

A estas desgracias ya estaba acostumbrado. A las que no estaba para nada hecho era a las desgracias del amor, básicamente porque jamás tuvo nadie de quien enamorarse. Esto cambió cuando un día que volvía de estar en casa de su amigo el abogado tuvo que coger el autobús porque a su coche se le había partido el embrague cuando fue a arrancarlo.

Iba él sentado en el asiento situado justo detrás del chófer procurando no pensar en nada, como hacen todas las personas llena de desgracias, cuando la vio entrar. Tal vez fue su melena a la altura de los hombros, de un color que no se decidía entre el rubio y el castaño, tal vez fue su nariz, que parecía una fresa. Tal vez su sonrisa o tal vez aquellos ojos profundos que daba vértigo mirar. O puede que tan solo fueran sus piernas, pero desde el momento en que ella se montó en aquel autobús él supo que, a partir de entonces, cualquier cosa que le pasara no iba a superar el dolor que sintió en su corazón cuando comprendió, dos horas más tarde y ya en su casa, que jamás volvería a encontrarla. Fue como si un edificio de cuarenta plantas se le cayera encima de los pulmones, solo que no se moría.

La buscó, claro que la buscó. Y cogió ese autobús a todas las horas posibles. Pero recordad que era un desgraciado y esto la vida real. Posiblemente, si fuera una película la hubiera encontrado de nuevo, pero la verdad era que, mientras él cogía autobuses y se consumía de amor, ella, ajena a todo esto, vivía su vida muy lejos de allí, en las montañas, mientras compartía cervezas con sus amigos y les contaba su visita a aquella ciudad donde, sin ella saberlo, un loco la buscaba sin cesar.

21 de julio de 2010

La noche lo sabía



Calló la noche. Si, efectivamente, después de milenios de incesante charla la noche terminó por callarse, tal vez aburrida porque nadie la escuchaba. No era como aquella falsa música de los planetas, nadie notó el silencio que la noche nos legó, así de ignorada era.

¿Recuerdan aquello del árbol? Si, si hace ruido un árbol al caer en mitad de un claro en el cual no hay ningún espectador. Como si fuéramos el centro del universo, como si importáramos algo. ¿Realmente alguien se plantea en serio esas gilipolleces? La noche no. La noche sabía que cuando callara nadie iba a notarlo, pero no se calló por eso. No. La noche se calló por aburrimiento, porque quería saber lo que pasaba. No pasó nada, era lo previsible, pero dicen que por probar nada se pierde. No sé lo que sintió la noche al escuchar el silencio, no le he preguntado. No, no me juzgues, probablemente tú tampoco lo has hecho. Nadie pregunta hoy día nada, lo damos todo por sentado y así cometemos los mayores errores; por eso las parejas rompen, los camareros se equivocan y los políticos siguen en el poder.

Una vez me dijeron que las unicausas son siempre falsas. Aprecio a quien me lo dijo, pero creo que aquí se equivoca. El problema de la sociedad contemporánea es que nadie escucha. Ni más ni menos. La noche lo sabía.

Posiblemente, aunque me estés leyendo, no me estés escuchando. Hemos perdido la capacidad de atender a los demás.

La noche lo sabía, pero nadie le preguntó.


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A quien le interese:


Disculpen por la tardanza en la publicación, pero me ha sido imposible la conexión a Internet durante este tiempo. Ahora que la he recuperado recuperaré conjuntamente la publicación cada día impar.


Además, decir que he agregado la opción de calificar los textos. Agradecería que, ya que está ahí, la usen. No sean rácanos, es solo un clic.


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3 de julio de 2010

Un cuento por casualidad


La misma mañana en la que Marcos decidió salir a pasear por aquel parque olvidado por el Ayuntamiento fue también la misma mañana en la que Mónica cambió, por vez primera en dos años, su itinerario en la carrera matutina. No es que a ella pudiera ocurrírsele que al variar el giro que hacía siempre a la izquierda en la calle de la Exposición, haciéndolo ahora hacia la derecha, pudiera otorgarle unas nuevas expectativas a lo largo de toda su vida. No era más que un giro y ella lo sabía de la misma forma que uno sabe que decidir entre calzarse primero un pie o el otro no tiene mayores consecuencias. Pese a todo, esta decisión sí que la tuvo, aunque no fue hasta dos años más tarde que se diera cuenta de ello.

Tras girar en aquella malograda esquina, no sé si porque sus pies andaban indecisos pensando que entraban en un territorio desconocido que tenía a otros pies por dueños o porque la mítica cáscara de plátano andaba agazapada dispuesta a cumplir con su milenaria labor, tuvo Mónica que irse de bruces al suelo, con tan mala pata –permítame el lector la broma- que logró darse un golpe en la cabeza con la precisión suficiente como para meterla directamente en un coma del que no saldría hasta que Marcos no pronunciara las palabras mágicas. Claro que esto es algo que Marcos tardó en descubrir, y poco o nada sabía él entonces de las cosas que iban a pasar mientras salía por la puerta de atrás de aquel olvidado parque y se encontró con una Mónica, que él no sabía que se llamaba Mónica pero que le pareció la chica más hermosa que jamás había visto girar una esquina, que corría hacia él tan decidida como fuerte fue el porrazo que se dio segundos más tarde contra la acera.

Fue por supuesto Marcos a socorrerla. Dijeron después los médicos que si no hubiera estado él allí no se habría salvado, claro que esto es algo que los médicos gustan en decir, tal vez porque así le dan más emoción a sus trabajos, cada vez más ninguneados por el avance del descubrimiento de los poderes mágicos del agua. Nadie quiere creer en la ciencia cuando hay alguna posible superstición que la suplante.

La llegada al hospital fue como todas, con ruido de ambulancia, carreras y puertas que se abren y se cierran. No dejaron pasar a Marcos por supuesto, era un héroe pero no un profesional. Tuvo que pelear incluso para conseguir el número de la habitación de la accidentada, pero finalmente la consiguió.

No penséis ahora que fue por su belleza por lo que Marcos se enamoró de ella, tampoco era por la ternura que despedían sus labios bien formados que se resecaban y que obligaban a Marcos a humedecérselos con un paño. Tampoco la languidez grácil de sus brazos finos que reposaban sobre la cama. Tampoco fue el cuento de la bella durmiente que le hiciera a Marcos soñar con romanticismos. No. Simplemente fue el aburrimiento, la soledad y la compañía que le otorgaba aquella mujer que, a falta de estar muerta, le otorgaba la paz de los dormidos.

Comenzó yendo por preocupación. Continuó porque no tenía a nadie más en la vida y en el hospital podía leer, además pronto le cogió el gusto a eso de leerle en voz baja, casi en susurros, para no molestar a los pacientes que parecían circular por aquella habitación compartida como si todos estuvieran dispuestos a abandonar aquel hospital menos Mónica. Una vez murió uno de los que compartían aquella triste habitación y Marcos lo recordó siempre como la única señal de esperanza que había tenido durante aquellos dos años. Algo le dijo en su interior cuando vio aquel fiambre que, mientras Mónica estuviera viva, él tendría una amiga. Claro que él jamás contó con que Mónica se despertara. Ni tan siquiera se lo planteó. Para él Mónica era Mónica resbalando o Mónica en coma y atribuirle cualquier otro estado le parecía risible. Así que conjeturas tales como ¿qué le diré si algún día se despertara? o ¿podré seguir viéndola si alguna vez saliera del coma? no entraban en su cabeza, directamente.

Pero sucedió. Tal vez no se lo crean, mis lectores, pero sucedió y lo hizo en una situación tan verídica como sospechosa, pues fue cuando Marcos, leyéndole a Mónica aquel viejo cuento árabe, pronunció las palabras de ábrete sésamo cuando ella abrió los ojos y le dirigió una sonrisa.

No sabría decirle, no me gusta jugar con el azar, si fue debido o no a aquellas palabras que Mónica despertara, pero sí que Marcos, tras recuperarse de su sorpresa, supo aceptar aquel nuevo estado –para él insólito- de su amiga y lograron juntos hacer muchas cosas, siendo la primera que Mónica volviera a caminar.

Hoy hace ya mucho tiempo que no los veo, pero es bien seguro que seguirán en alguna parte juntos, leyéndole Marcos a Mónica, costumbre que nunca perdió, y pensando Mónica que, o bien sus pies o bien aquella esforzada cáscara de plátano, le cambiaron la vida de una forma que jamás habría sospechado pero que le hacía tan feliz como el mayor de los cuentos que hubiera leído de pequeña.

1 de julio de 2010

Turno de limpieza



¡Dejadme! ¡Solo quiero estar sola!

Cerró la puerta violentamente y escuchamos cómo se tiraba con más estrépito aún sobre la cama. Nosotros no abrimos la puerta, la dejamos tranquila hasta que se le pasara. No, no escuchamos nada más. No, no nos preocupamos. Quería tranquilidad y nosotros se la dimos. Poco después llegaron las vacaciones y tuvimos que irnos, no nos extrañó no verla hasta entonces. Estaba enfadada con nosotros por haberla saltado en el turno de la lavadora y pensábamos que nos evitaba. Así es, como le dije no volvimos más a este piso porque encontramos otro mejor. No, tampoco nos extrañó que no nos devolviera las llamadas, simplemente pensamos que había cambiado de número. Siempre fue rarita, ya me entiende.

No sé a qué viene tanta pregunta, creo que está claro: Al tirarse encima de la cama se abrió la cabeza y murió allí mismo. Nosotros no podíamos saber nada y nos parece impensable que ahora, cuatro años después de aquello, nos hagan perder el tiempo por una compañera de piso de cuando éramos estudiantes. Una compañera que, por lo demás, no nos saltamos en el turno de la lavadora. Tal vez debió mirar el calendario de la semana.

29 de junio de 2010

De principio a fin

Calzábase siempre con calzador. No era culpa de sus zapatos, es que sus pies eran demasiado anchos. Los tobillos nunca fueron un problema. Sus muslos sí, al igual que sus caderas.

Le gustaban los sombreros; no era de extrañar ya que le tapaban su espantosa cabellera. No fumaba, pero bien podría haberlo hecho. Tal vez el cáncer de pulmón le hubiera ayudado a mejorar su existencia.

Su final no fue triste, solo redondo. Terminó con la misma insignificancia con la que empezó.

25 de junio de 2010

Dale recuerdos




Una cita resonaba en mi cabeza cuando, viajando en autobús para alejarme de cinco años de penurias, vi desde la ventana a una pareja relativamente joven paseando por la calle. Ella iba altiva, haciéndose notar. Él arrastraba un no sé qué apesadumbrado fácilmente reconocible por personas que han pasado, como el autor (como yo) por el pasillo del desengaño. Un pasillo en el que recibes tantas palizas que no termina ni por consolarte el hecho de que la que te las pega sea una mujer maciza y desnuda. No podía dejar de mirarlos mientras pensaba todo esto, aprovechando un semáforo en rojo que retenía al autobús y el paso lento que él obligaba a llevar a los dos. Entonces, por una de estas curiosas casualidades, él miró en derredor, como despistado, y se fijó en mí. Sentí entonces un sentimiento de humanidad, de comunión universal a través del dolor, que pensaba jamás recuperaría.

Creo que es de destacar mi rápida incorporación a la sociedad. En el mismo autobús que me alejaba de la cárcel donde había pasado el último lustro conseguí sentir mi primer sentimiento de compasión. Bueno, está bien, tal vez no compasión, pero sí de reconocimiento en el otro. Mi loquero estaría orgulloso.

Él, mi loquero, fue el que me recomendó que me comprara un perro. Le pregunté por qué y me contestó que porque así me sentiría responsable de una vida. No sé a qué venía eso, pero él era el experto y he de reconocer que, aunque al principio me puso un poco nervioso –violento incluso a veces- con esa insistencia suya de hablar sobre mi infancia y el comportamiento de las chicas conmigo durante la adolescencia, terminé por aceptar que, no sé muy bien cómo, aquello funcionaba y esas pastillas que me daba me ayudaban a tomar el control de las situaciones. Seguí pensando que era un tío bastante raro, pero aprendí a no tomarme a guasa las cosas que me decía.

Una vez me recomendó un libro. Yo nunca había leído nada que no fueran revistas de deportes y me costó bastante terminarme aquel primer volumen, pero el cabrón acertó tan bien con la recomendación y yo estaba tan aburrido en mi celda, que consiguió aficionarme a la lectura. El autor que he citado al comienzo lo conocí allí, por supuesto, y me gustó tanto que me leí todas sus obras varias veces. Fue su poesía la que me ayudó con esos sentimientos de humanidad en la cárcel y aquí en el autobús, pese a que el loquero me predijo que no sé qué sobre el sentimiento de libertad que podría obnubilarme durante un tiempo y que era posible que esos buenos sentimientos para con el prójimo se esfumaran al principio. Me alegra que esta vez se equivocara.

Bajé del autobús. Había llegado al centro de la ciudad y, por no tener realmente ningún lugar al que dirigirme, me pareció el más acertado. Dicen que el mundo cambia muy deprisa, pero no creo que en cinco años les haya dado tiempo a todos los moteles de la zona antigua de la ciudad a cambiar de ubicación.

Entré en el primero que encontré y me gasté en una habitación simple prácticamente todo el dinero que tenía en el bolsillo. Esta mierda de crisis económica que no entiendo no debería ser aplicable para aquellos que hemos estado fuera del mundo mientras los demás se lo cargaban. Intenté explicárselo al portero pero cuando me preguntó dónde había estado le respondí con una evasiva y, antes de que reaccionara, le pregunté yo a él dónde se localizaba mi habitación. Me dio las indicaciones y subí rápidamente las escaleras para dejar el macuto con la poca ropa que tenía en la habitación. Luego cogí mi documentación y regresé a la calle. Tenía que ir al banco antes de que lo cerraran y poner en orden mis cuentas. Por muy apartado del mundo que haya estado no se me ha olvidado que en esta mierda de planeta no se es nada sin dinero.

Resolví rápidamente el papeleo y compré algo de comida fría antes de volver al motel. Una vez allí me dormí una siesta como hacía años que no hacía. Pensé que me iba a sentir extraño fuera de mi celda, pero como dice el dicho uno se acostumbra rápidamente a lo bueno. No quería saber nada de nada. Nada de mi pasado, nada de mi futuro y, por supuesto, nada del presente. Solo quería dormir y pensar que estos últimos cinco años no habían sido más que una pesadilla, producto de una mala cama en un mal motel del centro de la ciudad.

23 de junio de 2010

Consejos para la vida moderna


Allí estábamos ella, mi esposa, y yo. Tragué saliva para evitar que una carcajada de gozo explotara en mi garganta y saqué el bulto que guardábamos en el maletero de la furgoneta. Un consejo: si alguna vez vais a matar a alguien, aseguraos de disponer de una furgoneta. Sin asientos atrás, claro. La tarea se simplifica mucho cuando puedes matar a tu víctima en el mismo lugar donde vas a transportarla. Yo sufro de la espalda y mi mujer dice que no va a cargar con nada para mantenerla sana (me refiero a la espalda). Imagino que me entendéis.

Lo dicho, bulto fuera a apenas tres pasos del lugar donde vamos a enterrarla. Sí, es un ella, siento no poder daros su nombre, pero nunca la conocí. Aunque a cambio os regalo otro consejo de experto: el día elegido ha de ser uno de lluvia, o algunos días después de una buena lluvia –a lo sumo dos-. Esto reblandece el suelo y permite cavar mejor. Uno tiene que velar por su espalda.

Ana María, así se llama mi mujer, me ayudó con el hoyo, no creáis que ella solo se dedica a mirar. Es más, de no ser por ella yo no podría hacer estas cosas. No, no es porque la furgoneta sea suya, sino porque me ayuda en la elaboración del plan y a atraer a la víctima. ¡Ja! ¿Qué os creíais, que era simplemente tener una furgoneta? Antes tienes que meter a la persona, aún viva y por su propio pie, en una furgoneta, otorgándole además un ambiente tranquilo para que no se altere antes de lo necesario. O lo que es lo mismo, para que no se ponga a gritar donde puedan escucharla.

No os voy a contar nuestra táctica. Nos ha costado años y muertes perfeccionarla como para que ahora vengáis vosotros, aprendices, y la mal plagiéis. Os doy la forma, pero el contenido lo ponéis vosotros.

El cuerpo ya está en el hoyo y yo le echo la primera palada de tierra. Después de verla morir esto es lo que más me gusta. Me da la seguridad de que, si algo he hecho mal y sigue viva, nadie va a enterarse gracias a dos metros y medio de arena. Al terminar siempre esparcimos hojas mojadas por la zona. Aunque no es estrictamente necesario siempre queda bien un toque artístico, te hace sentir más humano.

Sé que algunos, cuando terminan, se van corriendo y se esconden en sus casas. Nosotros no lo hacemos. Preferimos tomarnos allí mismo, ya sea dentro de la furgoneta cuando llueve, ya sea encima de la tumba aún blanda, alguna copa. Generalmente yo tomo un wisky, ella es más de ginebra. Supongo que para gustos los colores, como suele decirse. Eso sí, hay que tomarse la copa despacio, es la única condición en caso de hacerlo. Disfruta del momento, mañana tendrás que volver a ese estúpido trabajo que tanto odias y este es tu momento de descanso.

21 de junio de 2010

Las personas no se hacen, amanecen



Mañana amanecerá temprano. Ese maldito grafiti garabateado justo delante de mi ventana me ponía de los nervios. Realmente él llevaba más tiempo viviendo en esa calle que yo, que podría decirse vivía de prestado en el bajo de un edificio de doce plantas. Creo que es uno de los más altos de la ciudad, y me consuela saber que, si se derrumba, tendré al menos la suerte de ser aplastado por, al menos, unas veinticuatro familias completas. Algunas tienen hasta perros y gatos. ¡Ah! Y que no se me olvide el hurón de los del tercero. Un bichejo que, cada vez que decide que vive mejor en el sótano, revuelve a toda esa jauría que tiene por dueños –dos padres y al menos cinco hijos- y los manda escaleras abajo a armar un escándalo digno del saqueo de Roma. Creo que los dos son arquitectos. Los padres, claro. Bueno, realmente son un padre y una madre, los de la familia homoparental son los del quinto derecha, dos chicos jóvenes –uno abogado y el otro un estudiante de políticas más sin trabajo- que decidieron adoptar hará cosa de año y medio a una chiquilla de pelo moreno y ojos azules. Una delicia, tanto los padres como los hijos. Muchos les miran mal. Una lástima que nadie se pare a considerarlo y rectificar.

Yo no tengo animales ni familia. Me dan alergias los dos y procuro mantenerlos lejos. En cierta ocasión tuve un pez, pero era tan agradable su compañía que se me olvidó que lo tenía hasta un buen día en que, limpiando el polvo, descubrí debajo de unos libros una pecera llena de verdín, agua nauseabunda y un cuerpecito en descomposición. No, no se me dan bien los seres vivos, y si algún día cojo a ese grafitero lo reviento. Ya que vas a ensuciar la ciudad, al menos hazlo con una frase digna y no con esa mierda de ocurrencia. ¿Alguna referencia a algún grupo rap? Tal vez. Tal vez mi problema es ese, mi escasa cultura en muchos temas me lleva a odiar cosas que no entiendo. Decían que le pasaba lo mismo a Hitler, yo creo que no solamente a él, lo único que se ha convertido en la encarnación del mal. Me pregunto cómo será entonces conocida la iglesia católica cuando caiga su imperio. ¿Demonios? Sería irónico. Aunque nadie hará nada porque esto ocurra.

Mañana no amanecerá temprano. Por mí como si no amanece, la verdad. Total, con lo que seguro que amanece es con personas.

Hoy no ha sido un buen día, la verdad. Mañana no será mejor, al menos yo no haré nada para mejorarlo.

A la mierda, eso hubiera sido una cita a recordar.

19 de junio de 2010

Traspies




Nunca vacié nada de sus bolsillos, pero fue por esta creencia suya la que hizo que un día cerrara la puerta detrás suya con gran estrépito, marchándose con un gato negro metido en su desordenado bolso, las ilusiones de una nueva vida en el pecho y una mueca de desdén en la cara.


17 de junio de 2010

Un cuento despacio


La misma capacidad que le otorgaba a Benjamín ese ánimo suyo para adaptarse a cualquier situación era la que le impedía airarse por nada que ocurriera. “Ya nos sobrepondremos” decía, y seguía con su vida de forma natural. No debéis malentenderlo. No es que las injusticias le dejaran impertérrito y no hiciera nada por solventarlas. Simplemente recogía el recado e incorporaba a su día día la lucha contra tal o cual oprobio. Es más, era tal su pasión por la justicia que, hasta la tarde en que murió pensando en los atardeceres que vería desde las nubes con su sobrino, no se comprobó cuánto había hecho en pro de ésta, logrando con sus actos que ríos de personas, venidas incluso de ciudades muy lejanas, se encontraran en el cementerio para rendirle homenaje. Esto provocó una marabunta tan grande e imprevisible que las autoridades tuvieron que posponer unas cuantas horas la ceremonia para poder organizar tal desaguisado, cosa que nada extrañó en la ciudad, pues ya estaban acostumbrados a los desórdenes del fallecido.

Pero mientras, entre su nacimiento y su muerte, llevaba con tanta naturalidad esas cosas que parecía que sus idas y venidas obedecían más a una costumbre ociosa que a una actividad de provecho. Como he dicho, sabía adaptarse a las situaciones de la misma forma que los camaleones se adaptan a los colores, y esto lo demostró especialmente el día en que una nueva ley del Ayuntamiento le prohibiera cortejar a Maribel, la que después de muchos tormentos –como el de aquella fiesta que le llevó a incinerar su ciudad entera por error y tener que levantarla de nuevo en tres días- terminó siendo su esposa.

No era Maribel una mujer especialmente hermosa, ni especialmente lista. Entre los sueños más grandes que tenía en la vida era la de poseer una casa con jardín para poder colgar a secar las sábanas, y cuando vio por primera vez a Benjamín aquella nubosa tarde de marzo lo primero que pensó sobre él fue que le recordaba a una regadera. Nunca supo explicárselo ni a sí misma, pero fue la primera imagen que asoció al hombre que terminaría dándole dos hijas. Por supuesto, este pensamiento la condicionó tanto que, tres meses después, cuando fue Benjamín a declararle su amor por ella no pudo por menos que darse a la risa, pensando que nunca se imaginó que una mujer pudiera ser amada por una regadera. Por supuesto lo rechazó, como hizo también después durante nueve años.

Benjamín no desistió, pese a que Petronia, su madre –mujer experimentada en los amores después de sus ocho viudedades-, le repetía una y otra vez que aquella mujer tenía el corazón de hielo. Pero él, como no hizo nunca con nada que le hubiera entrado en el corazón, y con ese ánimo para adaptarse que tenía, no atendió a razones y la cortejó de manera tan imposible que hasta llevó a tocar bajo su ventana una orquesta completa, pensando que los clásicos bandurrelos, como él los llamaba, eran demasiado poca cosa y demasiado vulgares y groseros para su amada. Como era de esperar por cualquiera menos por un enamorado, su aventura lo llevó a los juzgados denunciado por todos los vecinos. En esa ocasión aprendió Benjamín dos cosas: que uno no debe armar escándalo fuera de estrictos horarios y fechas y que la música amansará a las fieras, pero no el corazón helado de una mujer. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de organizar aquella fiesta fatídica.

La idea era sencilla, y estaba construida a partir de una consecuencia tan lógica que le dejó pasmado a él mismo. La ciencia era la siguiente: Si la mujer que amaba tenía el corazón congelado, debía arrimarla al fuego para que este hiciera sus magias. Es por esto que fue a visitar a los gitanos que vivían a las afueras de la ciudad y les pidió que, a falta de dinero, por caridad le ayudaran a organizar un espectáculo donde se encendieran candelas, se tiraran cohetes y se danzara entre las ascuas. Benjamín era aún joven, pero su recia, aunque callada, actitud ante la injusticia ya le había llevado en alguna ocasión a ayudar a los gitanos y estos, queriendo demostrar que eran un pueblo agradecido, levantaron en pocas horas el jolgorio más grande que se hubiera visto en décadas en todo el país, pero con tan mala puntería que eligieron el centro de la ciudad, cuyos antiguos edificios aún estaban construidos en su mayor porcentaje por madera, para realizar tal feria. Y aunque toda la ciudad se apuntó, se tiraron cohetes para todos, se encendieron candelas en todas las esquinas y hasta Maribel bailara sobre las ascuas, a la hora de la verdad, cuando unos chiquillos prendieron sin querer una papelera que terminó incendiando toda la ciudad, absolutamente todos los vecinos señalaron a Benjamín como el culpable de aquella feria del fuego.

El sentimiento de soledad que sintió entonces casi lo derrumba como si fuera un muñeco al que le hubieran quitado su relleno de algodón. Lo que más le dolió fue comprobar que el fuego había logrado calentar el corazón de su amada, pero el rechazo social no era algo por lo que ella estuviera dispuesta a pasar, ni aún por amor. Fue por esta dureza de corazón que demostró por lo que Petronia sentenció, y lo mantuvo toda su vida, que aquella chica había dejado de tener un corazón de hielo para convertírsele en piedra. Aquella sentencia la escucharon muchos, entre ellos Benjamín y, aunque a él le dolió mucho que su madre dijera aquello, realmente le sirvió para quitarse más de un competidor, pues era bien conocida la pericia de Petronia en temas de corazones y nadie quería estar con una mujer cuyo órgano motor fuera de piedra. Y este favoritismo aunado hacia los corazones de carne fueron los que hicieron que, tras ser condenado Benjamín a restaurar, como hizo aquel de la fábula, el pueblo en tres días, todos se juntaran en la plaza mayor del pueblo a demostrar que ellos sí sentían y, por tanto, estaban dispuestos a ayudarle, consiguiendo no sólo terminar en el plazo, sino además hacerlo dejando dos horas sobrantes que usaron para preparar una gran comida para todos.

Tardó nuestro héroe en volver a las andadas, pues le había sido prohibido el cortejo a Maribel ya que veían que era peligroso para el bien público. Muchas viejecitas lloraron por esto y muchas cartas de condolencia le llegaban a Benjamín, pues nunca se había conocido un amor tan grande y les apenaba tener que terminar con él, y, aunque esto lo consoló un poco, la verdad es que siempre permaneció una heridita sin rencor en su corazón por sus vecinos, que solo sanó un día después de su muerte. Esto, por supuesto, no fue percibido por nadie excepto por el propio Benjamín, que notó desde la tumba cómo, veinticuatro horas después de haber fallecido, se le creaba una ausencia en el pecho, pues le había acompañado tanto tiempo el leve dolor de la heridita que se acostumbró a ella como si de un dedo o la nariz se tratara.

No fue hasta pasados cinco años, cuando un cambio en el gobierno de la ciudad y una renovación de las leyes que, o bien olvidó el apasionado amor de Benjamín o lo creyó extinguido, pudiera él retomar sus desventuras y conseguir lo que consideraba más importante en toda su vida.

Maribel había crecido y junto a ella el rumor de su corazón de piedra. Conoció de esta forma el rechazo, pues era bien sabido por todos, incluso por la propia Maribel, que cuando uno tiene un órgano de un material extraño esto se hereda, y nadie quería que le diera hijos cuyos corazones de piedra les impidiera correr como niños sanos. De todos modos, cuando aprovechó Benjamín el silencio de las leyes acerca de sus amores, ya fuera por costumbre o por rechazo a caer en las manos de el único hombre que la amaba, volvió a desoír sus súplicas matrimoniales.

La forma en que finalmente logró Benjamín conquistarla es algo que nadie nunca supo, pero le costó tres años más, y las malas lenguas siempre dijeron que no se convenció Maribel hasta que no comprobó que no había ningún hombre más sobre la tierra que quisiera por mujer a una con el corazón de piedra, aunque lo cierto es que los miedos de la gente resultaron ser infundados, pues las dos hijas que llegaron a tener fueron -tal vez en una jugada del destino de resarcir lo mal jugado con su madre-, tan bellas y tan solicitadas por los hombres más deseados que las pobres nunca conseguían decidir con cuál de todos ellos querían casarse, pareciéndoles que cada cual superaba al anterior.

Hay que decir, para que todo sea dicho y nada mal comprendido, que el día en que Benjamín murió era ya abuelo, teniendo a sus dos hijas casadas; la una con un príncipe y la otra con un poeta que escribía sus versos con el rastro de las nubes. El sobrino se lo dio la menor de sus hijas, la casada con el poeta, y se decía que había sido concebido en un globo aerostático, por lo que cuando creciera tendría siempre la cabeza en las nubes.

A toda la familia le molestó aquella habladuría, ya que pensaban que volvería a ocurrir lo mismo que con su abuela y el destino del chico estuviera marcado entonces por la tragedia, pero a Benjamín, adaptándose a los cambios, siempre tuvo una buena respuesta que darle a los chismosos: “Podrá decirnos entonces si realmente dios existe”, comentaba riéndose cuando escuchaba a algún vecino. Tanto le gustó a Benjamín aquella idea que la tarde en que se sintió morir lo último que pensó fue que, cuando su sobrino subiera a las nubes, él estaría allí con él para contemplar juntos el atardecer.