29 de junio de 2010

De principio a fin

Calzábase siempre con calzador. No era culpa de sus zapatos, es que sus pies eran demasiado anchos. Los tobillos nunca fueron un problema. Sus muslos sí, al igual que sus caderas.

Le gustaban los sombreros; no era de extrañar ya que le tapaban su espantosa cabellera. No fumaba, pero bien podría haberlo hecho. Tal vez el cáncer de pulmón le hubiera ayudado a mejorar su existencia.

Su final no fue triste, solo redondo. Terminó con la misma insignificancia con la que empezó.

27 de junio de 2010

Fatalismos



Su pelo era del color de las cenizas, pero nunca supo cuidar sus manos. Tuvo que ser, ella lo quiso así, un día de lluvia el que la viera amanecer con todos sus cabellos mojados en vinagre, las manos rasgadas a tijeretazos y una sonrisa en los labios marcada por el desenfreno de su locura.

25 de junio de 2010

Dale recuerdos




Una cita resonaba en mi cabeza cuando, viajando en autobús para alejarme de cinco años de penurias, vi desde la ventana a una pareja relativamente joven paseando por la calle. Ella iba altiva, haciéndose notar. Él arrastraba un no sé qué apesadumbrado fácilmente reconocible por personas que han pasado, como el autor (como yo) por el pasillo del desengaño. Un pasillo en el que recibes tantas palizas que no termina ni por consolarte el hecho de que la que te las pega sea una mujer maciza y desnuda. No podía dejar de mirarlos mientras pensaba todo esto, aprovechando un semáforo en rojo que retenía al autobús y el paso lento que él obligaba a llevar a los dos. Entonces, por una de estas curiosas casualidades, él miró en derredor, como despistado, y se fijó en mí. Sentí entonces un sentimiento de humanidad, de comunión universal a través del dolor, que pensaba jamás recuperaría.

Creo que es de destacar mi rápida incorporación a la sociedad. En el mismo autobús que me alejaba de la cárcel donde había pasado el último lustro conseguí sentir mi primer sentimiento de compasión. Bueno, está bien, tal vez no compasión, pero sí de reconocimiento en el otro. Mi loquero estaría orgulloso.

Él, mi loquero, fue el que me recomendó que me comprara un perro. Le pregunté por qué y me contestó que porque así me sentiría responsable de una vida. No sé a qué venía eso, pero él era el experto y he de reconocer que, aunque al principio me puso un poco nervioso –violento incluso a veces- con esa insistencia suya de hablar sobre mi infancia y el comportamiento de las chicas conmigo durante la adolescencia, terminé por aceptar que, no sé muy bien cómo, aquello funcionaba y esas pastillas que me daba me ayudaban a tomar el control de las situaciones. Seguí pensando que era un tío bastante raro, pero aprendí a no tomarme a guasa las cosas que me decía.

Una vez me recomendó un libro. Yo nunca había leído nada que no fueran revistas de deportes y me costó bastante terminarme aquel primer volumen, pero el cabrón acertó tan bien con la recomendación y yo estaba tan aburrido en mi celda, que consiguió aficionarme a la lectura. El autor que he citado al comienzo lo conocí allí, por supuesto, y me gustó tanto que me leí todas sus obras varias veces. Fue su poesía la que me ayudó con esos sentimientos de humanidad en la cárcel y aquí en el autobús, pese a que el loquero me predijo que no sé qué sobre el sentimiento de libertad que podría obnubilarme durante un tiempo y que era posible que esos buenos sentimientos para con el prójimo se esfumaran al principio. Me alegra que esta vez se equivocara.

Bajé del autobús. Había llegado al centro de la ciudad y, por no tener realmente ningún lugar al que dirigirme, me pareció el más acertado. Dicen que el mundo cambia muy deprisa, pero no creo que en cinco años les haya dado tiempo a todos los moteles de la zona antigua de la ciudad a cambiar de ubicación.

Entré en el primero que encontré y me gasté en una habitación simple prácticamente todo el dinero que tenía en el bolsillo. Esta mierda de crisis económica que no entiendo no debería ser aplicable para aquellos que hemos estado fuera del mundo mientras los demás se lo cargaban. Intenté explicárselo al portero pero cuando me preguntó dónde había estado le respondí con una evasiva y, antes de que reaccionara, le pregunté yo a él dónde se localizaba mi habitación. Me dio las indicaciones y subí rápidamente las escaleras para dejar el macuto con la poca ropa que tenía en la habitación. Luego cogí mi documentación y regresé a la calle. Tenía que ir al banco antes de que lo cerraran y poner en orden mis cuentas. Por muy apartado del mundo que haya estado no se me ha olvidado que en esta mierda de planeta no se es nada sin dinero.

Resolví rápidamente el papeleo y compré algo de comida fría antes de volver al motel. Una vez allí me dormí una siesta como hacía años que no hacía. Pensé que me iba a sentir extraño fuera de mi celda, pero como dice el dicho uno se acostumbra rápidamente a lo bueno. No quería saber nada de nada. Nada de mi pasado, nada de mi futuro y, por supuesto, nada del presente. Solo quería dormir y pensar que estos últimos cinco años no habían sido más que una pesadilla, producto de una mala cama en un mal motel del centro de la ciudad.

23 de junio de 2010

Consejos para la vida moderna


Allí estábamos ella, mi esposa, y yo. Tragué saliva para evitar que una carcajada de gozo explotara en mi garganta y saqué el bulto que guardábamos en el maletero de la furgoneta. Un consejo: si alguna vez vais a matar a alguien, aseguraos de disponer de una furgoneta. Sin asientos atrás, claro. La tarea se simplifica mucho cuando puedes matar a tu víctima en el mismo lugar donde vas a transportarla. Yo sufro de la espalda y mi mujer dice que no va a cargar con nada para mantenerla sana (me refiero a la espalda). Imagino que me entendéis.

Lo dicho, bulto fuera a apenas tres pasos del lugar donde vamos a enterrarla. Sí, es un ella, siento no poder daros su nombre, pero nunca la conocí. Aunque a cambio os regalo otro consejo de experto: el día elegido ha de ser uno de lluvia, o algunos días después de una buena lluvia –a lo sumo dos-. Esto reblandece el suelo y permite cavar mejor. Uno tiene que velar por su espalda.

Ana María, así se llama mi mujer, me ayudó con el hoyo, no creáis que ella solo se dedica a mirar. Es más, de no ser por ella yo no podría hacer estas cosas. No, no es porque la furgoneta sea suya, sino porque me ayuda en la elaboración del plan y a atraer a la víctima. ¡Ja! ¿Qué os creíais, que era simplemente tener una furgoneta? Antes tienes que meter a la persona, aún viva y por su propio pie, en una furgoneta, otorgándole además un ambiente tranquilo para que no se altere antes de lo necesario. O lo que es lo mismo, para que no se ponga a gritar donde puedan escucharla.

No os voy a contar nuestra táctica. Nos ha costado años y muertes perfeccionarla como para que ahora vengáis vosotros, aprendices, y la mal plagiéis. Os doy la forma, pero el contenido lo ponéis vosotros.

El cuerpo ya está en el hoyo y yo le echo la primera palada de tierra. Después de verla morir esto es lo que más me gusta. Me da la seguridad de que, si algo he hecho mal y sigue viva, nadie va a enterarse gracias a dos metros y medio de arena. Al terminar siempre esparcimos hojas mojadas por la zona. Aunque no es estrictamente necesario siempre queda bien un toque artístico, te hace sentir más humano.

Sé que algunos, cuando terminan, se van corriendo y se esconden en sus casas. Nosotros no lo hacemos. Preferimos tomarnos allí mismo, ya sea dentro de la furgoneta cuando llueve, ya sea encima de la tumba aún blanda, alguna copa. Generalmente yo tomo un wisky, ella es más de ginebra. Supongo que para gustos los colores, como suele decirse. Eso sí, hay que tomarse la copa despacio, es la única condición en caso de hacerlo. Disfruta del momento, mañana tendrás que volver a ese estúpido trabajo que tanto odias y este es tu momento de descanso.

21 de junio de 2010

Las personas no se hacen, amanecen



Mañana amanecerá temprano. Ese maldito grafiti garabateado justo delante de mi ventana me ponía de los nervios. Realmente él llevaba más tiempo viviendo en esa calle que yo, que podría decirse vivía de prestado en el bajo de un edificio de doce plantas. Creo que es uno de los más altos de la ciudad, y me consuela saber que, si se derrumba, tendré al menos la suerte de ser aplastado por, al menos, unas veinticuatro familias completas. Algunas tienen hasta perros y gatos. ¡Ah! Y que no se me olvide el hurón de los del tercero. Un bichejo que, cada vez que decide que vive mejor en el sótano, revuelve a toda esa jauría que tiene por dueños –dos padres y al menos cinco hijos- y los manda escaleras abajo a armar un escándalo digno del saqueo de Roma. Creo que los dos son arquitectos. Los padres, claro. Bueno, realmente son un padre y una madre, los de la familia homoparental son los del quinto derecha, dos chicos jóvenes –uno abogado y el otro un estudiante de políticas más sin trabajo- que decidieron adoptar hará cosa de año y medio a una chiquilla de pelo moreno y ojos azules. Una delicia, tanto los padres como los hijos. Muchos les miran mal. Una lástima que nadie se pare a considerarlo y rectificar.

Yo no tengo animales ni familia. Me dan alergias los dos y procuro mantenerlos lejos. En cierta ocasión tuve un pez, pero era tan agradable su compañía que se me olvidó que lo tenía hasta un buen día en que, limpiando el polvo, descubrí debajo de unos libros una pecera llena de verdín, agua nauseabunda y un cuerpecito en descomposición. No, no se me dan bien los seres vivos, y si algún día cojo a ese grafitero lo reviento. Ya que vas a ensuciar la ciudad, al menos hazlo con una frase digna y no con esa mierda de ocurrencia. ¿Alguna referencia a algún grupo rap? Tal vez. Tal vez mi problema es ese, mi escasa cultura en muchos temas me lleva a odiar cosas que no entiendo. Decían que le pasaba lo mismo a Hitler, yo creo que no solamente a él, lo único que se ha convertido en la encarnación del mal. Me pregunto cómo será entonces conocida la iglesia católica cuando caiga su imperio. ¿Demonios? Sería irónico. Aunque nadie hará nada porque esto ocurra.

Mañana no amanecerá temprano. Por mí como si no amanece, la verdad. Total, con lo que seguro que amanece es con personas.

Hoy no ha sido un buen día, la verdad. Mañana no será mejor, al menos yo no haré nada para mejorarlo.

A la mierda, eso hubiera sido una cita a recordar.

19 de junio de 2010

Traspies




Nunca vacié nada de sus bolsillos, pero fue por esta creencia suya la que hizo que un día cerrara la puerta detrás suya con gran estrépito, marchándose con un gato negro metido en su desordenado bolso, las ilusiones de una nueva vida en el pecho y una mueca de desdén en la cara.


17 de junio de 2010

Un cuento despacio


La misma capacidad que le otorgaba a Benjamín ese ánimo suyo para adaptarse a cualquier situación era la que le impedía airarse por nada que ocurriera. “Ya nos sobrepondremos” decía, y seguía con su vida de forma natural. No debéis malentenderlo. No es que las injusticias le dejaran impertérrito y no hiciera nada por solventarlas. Simplemente recogía el recado e incorporaba a su día día la lucha contra tal o cual oprobio. Es más, era tal su pasión por la justicia que, hasta la tarde en que murió pensando en los atardeceres que vería desde las nubes con su sobrino, no se comprobó cuánto había hecho en pro de ésta, logrando con sus actos que ríos de personas, venidas incluso de ciudades muy lejanas, se encontraran en el cementerio para rendirle homenaje. Esto provocó una marabunta tan grande e imprevisible que las autoridades tuvieron que posponer unas cuantas horas la ceremonia para poder organizar tal desaguisado, cosa que nada extrañó en la ciudad, pues ya estaban acostumbrados a los desórdenes del fallecido.

Pero mientras, entre su nacimiento y su muerte, llevaba con tanta naturalidad esas cosas que parecía que sus idas y venidas obedecían más a una costumbre ociosa que a una actividad de provecho. Como he dicho, sabía adaptarse a las situaciones de la misma forma que los camaleones se adaptan a los colores, y esto lo demostró especialmente el día en que una nueva ley del Ayuntamiento le prohibiera cortejar a Maribel, la que después de muchos tormentos –como el de aquella fiesta que le llevó a incinerar su ciudad entera por error y tener que levantarla de nuevo en tres días- terminó siendo su esposa.

No era Maribel una mujer especialmente hermosa, ni especialmente lista. Entre los sueños más grandes que tenía en la vida era la de poseer una casa con jardín para poder colgar a secar las sábanas, y cuando vio por primera vez a Benjamín aquella nubosa tarde de marzo lo primero que pensó sobre él fue que le recordaba a una regadera. Nunca supo explicárselo ni a sí misma, pero fue la primera imagen que asoció al hombre que terminaría dándole dos hijas. Por supuesto, este pensamiento la condicionó tanto que, tres meses después, cuando fue Benjamín a declararle su amor por ella no pudo por menos que darse a la risa, pensando que nunca se imaginó que una mujer pudiera ser amada por una regadera. Por supuesto lo rechazó, como hizo también después durante nueve años.

Benjamín no desistió, pese a que Petronia, su madre –mujer experimentada en los amores después de sus ocho viudedades-, le repetía una y otra vez que aquella mujer tenía el corazón de hielo. Pero él, como no hizo nunca con nada que le hubiera entrado en el corazón, y con ese ánimo para adaptarse que tenía, no atendió a razones y la cortejó de manera tan imposible que hasta llevó a tocar bajo su ventana una orquesta completa, pensando que los clásicos bandurrelos, como él los llamaba, eran demasiado poca cosa y demasiado vulgares y groseros para su amada. Como era de esperar por cualquiera menos por un enamorado, su aventura lo llevó a los juzgados denunciado por todos los vecinos. En esa ocasión aprendió Benjamín dos cosas: que uno no debe armar escándalo fuera de estrictos horarios y fechas y que la música amansará a las fieras, pero no el corazón helado de una mujer. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de organizar aquella fiesta fatídica.

La idea era sencilla, y estaba construida a partir de una consecuencia tan lógica que le dejó pasmado a él mismo. La ciencia era la siguiente: Si la mujer que amaba tenía el corazón congelado, debía arrimarla al fuego para que este hiciera sus magias. Es por esto que fue a visitar a los gitanos que vivían a las afueras de la ciudad y les pidió que, a falta de dinero, por caridad le ayudaran a organizar un espectáculo donde se encendieran candelas, se tiraran cohetes y se danzara entre las ascuas. Benjamín era aún joven, pero su recia, aunque callada, actitud ante la injusticia ya le había llevado en alguna ocasión a ayudar a los gitanos y estos, queriendo demostrar que eran un pueblo agradecido, levantaron en pocas horas el jolgorio más grande que se hubiera visto en décadas en todo el país, pero con tan mala puntería que eligieron el centro de la ciudad, cuyos antiguos edificios aún estaban construidos en su mayor porcentaje por madera, para realizar tal feria. Y aunque toda la ciudad se apuntó, se tiraron cohetes para todos, se encendieron candelas en todas las esquinas y hasta Maribel bailara sobre las ascuas, a la hora de la verdad, cuando unos chiquillos prendieron sin querer una papelera que terminó incendiando toda la ciudad, absolutamente todos los vecinos señalaron a Benjamín como el culpable de aquella feria del fuego.

El sentimiento de soledad que sintió entonces casi lo derrumba como si fuera un muñeco al que le hubieran quitado su relleno de algodón. Lo que más le dolió fue comprobar que el fuego había logrado calentar el corazón de su amada, pero el rechazo social no era algo por lo que ella estuviera dispuesta a pasar, ni aún por amor. Fue por esta dureza de corazón que demostró por lo que Petronia sentenció, y lo mantuvo toda su vida, que aquella chica había dejado de tener un corazón de hielo para convertírsele en piedra. Aquella sentencia la escucharon muchos, entre ellos Benjamín y, aunque a él le dolió mucho que su madre dijera aquello, realmente le sirvió para quitarse más de un competidor, pues era bien conocida la pericia de Petronia en temas de corazones y nadie quería estar con una mujer cuyo órgano motor fuera de piedra. Y este favoritismo aunado hacia los corazones de carne fueron los que hicieron que, tras ser condenado Benjamín a restaurar, como hizo aquel de la fábula, el pueblo en tres días, todos se juntaran en la plaza mayor del pueblo a demostrar que ellos sí sentían y, por tanto, estaban dispuestos a ayudarle, consiguiendo no sólo terminar en el plazo, sino además hacerlo dejando dos horas sobrantes que usaron para preparar una gran comida para todos.

Tardó nuestro héroe en volver a las andadas, pues le había sido prohibido el cortejo a Maribel ya que veían que era peligroso para el bien público. Muchas viejecitas lloraron por esto y muchas cartas de condolencia le llegaban a Benjamín, pues nunca se había conocido un amor tan grande y les apenaba tener que terminar con él, y, aunque esto lo consoló un poco, la verdad es que siempre permaneció una heridita sin rencor en su corazón por sus vecinos, que solo sanó un día después de su muerte. Esto, por supuesto, no fue percibido por nadie excepto por el propio Benjamín, que notó desde la tumba cómo, veinticuatro horas después de haber fallecido, se le creaba una ausencia en el pecho, pues le había acompañado tanto tiempo el leve dolor de la heridita que se acostumbró a ella como si de un dedo o la nariz se tratara.

No fue hasta pasados cinco años, cuando un cambio en el gobierno de la ciudad y una renovación de las leyes que, o bien olvidó el apasionado amor de Benjamín o lo creyó extinguido, pudiera él retomar sus desventuras y conseguir lo que consideraba más importante en toda su vida.

Maribel había crecido y junto a ella el rumor de su corazón de piedra. Conoció de esta forma el rechazo, pues era bien sabido por todos, incluso por la propia Maribel, que cuando uno tiene un órgano de un material extraño esto se hereda, y nadie quería que le diera hijos cuyos corazones de piedra les impidiera correr como niños sanos. De todos modos, cuando aprovechó Benjamín el silencio de las leyes acerca de sus amores, ya fuera por costumbre o por rechazo a caer en las manos de el único hombre que la amaba, volvió a desoír sus súplicas matrimoniales.

La forma en que finalmente logró Benjamín conquistarla es algo que nadie nunca supo, pero le costó tres años más, y las malas lenguas siempre dijeron que no se convenció Maribel hasta que no comprobó que no había ningún hombre más sobre la tierra que quisiera por mujer a una con el corazón de piedra, aunque lo cierto es que los miedos de la gente resultaron ser infundados, pues las dos hijas que llegaron a tener fueron -tal vez en una jugada del destino de resarcir lo mal jugado con su madre-, tan bellas y tan solicitadas por los hombres más deseados que las pobres nunca conseguían decidir con cuál de todos ellos querían casarse, pareciéndoles que cada cual superaba al anterior.

Hay que decir, para que todo sea dicho y nada mal comprendido, que el día en que Benjamín murió era ya abuelo, teniendo a sus dos hijas casadas; la una con un príncipe y la otra con un poeta que escribía sus versos con el rastro de las nubes. El sobrino se lo dio la menor de sus hijas, la casada con el poeta, y se decía que había sido concebido en un globo aerostático, por lo que cuando creciera tendría siempre la cabeza en las nubes.

A toda la familia le molestó aquella habladuría, ya que pensaban que volvería a ocurrir lo mismo que con su abuela y el destino del chico estuviera marcado entonces por la tragedia, pero a Benjamín, adaptándose a los cambios, siempre tuvo una buena respuesta que darle a los chismosos: “Podrá decirnos entonces si realmente dios existe”, comentaba riéndose cuando escuchaba a algún vecino. Tanto le gustó a Benjamín aquella idea que la tarde en que se sintió morir lo último que pensó fue que, cuando su sobrino subiera a las nubes, él estaría allí con él para contemplar juntos el atardecer.

15 de junio de 2010

Verdad se escribe con minúscula


Cuando en 2013 la tormenta solar que se esperaba para el año anterior terminó ocurriendo, dejando a la Humanidad a oscuras en su planeta, todos los gobiernos internacionales se aunaron en la tarea de devolver la perdida tecnología a la vida cotidiana. Perezosos como habían sido para prepararse ante una amenaza que ya había sido avisada por los astrofísicos más reconocidos, volvieron a hacerlo mal a la hora de establecer prioridades en el dispositivo que se estableció a nivel mundial. Las sociedades no necesitaban de nuevo la electricidad, sino un orden que reemplazara el caos reinante.

Más tarde o más temprano este orden debía de llegar, pensaban los máximos dirigentes mientras dejaban a sus países en el abandono y aprovechaban para subvencionar investigaciones privadas con dinero público. No estaban faltos de razón, el orden debía de llegar y llegó por mano de aquellos que jamás habían necesitado de la ciencia ni de ningún tipo de conocimiento para subsistir. El orden llegó a través de la irracionalidad: la Iglesia se aprovechó de todos mientras unos pocos satisfacían sus intereses personales. La guerra que ocasionaron para hacerse con el control mundial tardó menos de lo que se esperaba en los países occidentales, aunque nunca terminó de luchar en Oriente Medio, como cabía pensar. Pese a todo, podría decirse que para el año 2025 el Papa de Roma ya sostenía sobre su palma el destino del mundo.

Como era de esperar por parte de J. Ratzinger –ya conocido desde su elección en abril de 2005 como “el Inquisidor”- hizo fama de su sobrenombre y comenzó con una búsqueda y captura de todos los catedráticos de universidades que sospecharan sobre su fe, estableció un Departamento Internacional de Vigilancia por la Salud del Catolicismo, los ateos comenzaron a desaparecer de sus propias casas y, por supuesto, se prohibió toda investigación no autorizada previamente, entre ellas la tentativa de recuperar la electricidad, pues oficialmente se había hecho saber que “la llamada tormenta eléctrica solar por los enemigos de la fe realmente fue la voluntad de Dios que, herido por la soberbia del hombre, decidió castigarnos para que no nos olvidáramos de sus designios, transferidos fiel y humildemente por su Iglesia a través de su vicario en la Tierra, el Papa”. Los que se atrevieron a bromear preguntando que en qué había estado ese dios distraído todo este tiempo para tardar tanto en quitarnos la electricidad no se extrañaron cuando, pocos días más tarde, se despertaron amordazados en las clínicas del D.I.S.C y con un sacerdote jugando a ser médico con sus órganos.

A la manera en que el líder mundial aprendió mientras luchaba a favor del régimen Nazi, se establecieron toques de queda, se levantaron campos de exterminio, se prohibieron las reuniones de más de seis personas sin haber sido aprobadas antes por las distintas diócesis, se experimentó con homosexuales para “devolverlos al buen camino”, se fomentó la delación, se suprimió todo atisbo de justicia imparcial, etc.
Fueron dos décadas oscuras para el mundo hasta que en enero del 2047 Benedicto XVI, a punto de cumplir 120 años, fallece a causa de un tumor cerebral. Es tras esto cuando el colectivo ateo “Salvémonos de dios”, que ha sabido mantenerse activamente en la sombra, empieza a hacerse más fuerte.

En junio de ese mismo año aún no han elegido a un sucesor y las peleas por el poder llegan a causar guerras entre los distintos cardenales. Mientras, Oriente Medio ha aprovechado la ocasión para lanzar una ofensiva, recuperando la vieja Israel durante unos días hasta que, finalmente, termina volada en pedazos. Cada bando culpa al otro y la guerra se recrudece.

Tarde eligieron los de Roma al que iba a encabezar el poder eclesiástico. En ese tiempo los mahometanos ya han logrado entrar en Europa y, mientras la Iglesia recompone su ejército, estos realizan carnicerías por el este.

Simultáneamente, el grupo “Salvémonos de dios” –aprovechando que toda la atención del gobierno mundial está puesta en la guerra- reaviva la confianza entre la población de volver a un estado de derecho. Lo más jóvenes apenas recuerdan lo que es eso, pero empiezan a luchar por ello con ahínco. En enero de 2048, un año después de la muerte del Inquisidor, se retoman las investigaciones por parte del movimiento ateo para devolver la electricidad al planeta tierra, y no son terminadas hasta ocho años después, estando los dos bandos en guerra tan empobrecidos que apenas pueden continuar. Aprovechando esta debilidad, el grupo ateo lanza su ofensiva con su redescubierta tecnología mientras reparten publicidad a nivel mundial sobre los derechos humanos y la necesidad de abolir cualquier tipo de religión.

La guerra continúa aún a día de hoy. Los grupos pro derechos humanos avanzan, pero el poder de la irracionalidad es aún demasiado fuerte. La Iglesia Católica y los distintos emiratos se han unido, pues comprueban que lo que ahora está en juego es toda su estafa histórica y que ambos, pierda quien pierda, van a ser juzgados por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, y no sólo por los últimos cuarenta años.

Aún no sabemos cómo va a terminar todo esto, pero confío en la razón.

13 de junio de 2010

Palabras neutras (un amor inconcluso)


El dinero no nos proporciona amigos, sino enemigos de mejor calidad.

Noséquién



Nacido en un pequeño pueblo, P. Aster nunca supo exactamente lo que significaba mantener una amistad de las llamadas “de largas distancias”. No al menos hasta que publicó su primer libro, tras lo cual la fuerza de su fama le llevó a recibir innumerables cartas de sus lectores. Algunas le llamaban más la atención que otras, como es normal, pero hubo una que consiguió aprisionar su espíritu con una violencia tal que no pudo evitar enamorarse de su remitente, sin saber siquiera el sexo al que pertenecía. Todo en la carta era tan neutro como evocador, una maravilla incomparable con nada que se hubiera escrito alguna vez.

Se atrevió a contestarla en lo que le parecía ya una miserable prosa, la suya, y desde entonces mantuvieron una relación epistolar muy intensa. Tanto es así que parte de estas misivas terminaron, años más tarde y en una decisión aunada, siendo publicadas en un relato pornográfico que consiguió devolverle a este casi olvidado género literario la fama alcanzada en épocas pasadas.

Nunca llegaron a verse, pero P. Aster creía firmemente –y así lo mantuvo hasta el mismo día en que el cáncer de pulmón lo arrastró a quitarse la vida de un disparo- que jamás había conocido a una persona de una forma tan profunda y con tanto lujo de detalles en toda su vida. Uno de los motivos, según él siempre pensó, es que la literatura no deja lugar a mentiras, a medias verdades o confusiones: La palabra hablada se sostiene en el lenguaje corporal, solía decir, y es por esto que caemos en engaños. Hemos olvidado como habla nuestro cuerpo.

No contento con enviarse cartas –es sabido que la pasión florece más y más cuando se afianza el cariño- comenzaron a escribirse diarios, que luego enviaban como podían, pues apenas cabían por la rendija del buzón. Más tarde los diarios se quedaron cortos y fue sustituida por la novela, que debían facturar previamente en oficinas para poder mandarlas. Estos textos volaban de un lado a otro del país semanalmente, con la rapidez que solo el amor puede darle a los imposibles. Fue en sus últimos días de vida, estando P. Aster en cama y pensando ya en cómo quería irse, cuando escribió aquella enciclopedia, dedicada por completo a aquel remitente desconocido que algún día lo conquistó.

P. Aster, cuando murió, tenía en su colección más de ocho millones de cartas, doscientos ocho mil diarios y cinco mil novelas en su poder, guardado todo de forma tal que parecía que iban a hacer explotar la casa.
Pocas semanas después de su muerte llegaron los de la editorial, señores que parecían muy enfadados, y comprendieron que eso no se podía quedar ahí, hacía un feo al mundo de la escritura, así que resolvieron repartir todo el material entre todos los  escritores, para que cada uno firmara una obra, y así poderla publicar como era debido. No se sabe muy bien por qué pero, cada vez que una de esas obras terminaba de ser imprenta por completo desde el primer hasta el último volumen, estos decidían desaparecer, para no volver a ser encontrados nunca.

Una vez los editores, publicistas, falsos autores y público expectante se cansaron de esta jugada de los libros, ya había más de cuatro mil millones de ejemplares, repartidos en varias colecciones y firmados por más de un millón de autores distintos, escondidos en algún lugar del planeta.

Dicen que nunca fueron encontrados.

11 de junio de 2010

El vagabundo

Ya te dije cuando llegué que era un vagabundo
y ya que no escuchaste nada de lo que dije
-ya que tanto te importaron mis sonrisas-,
al menos podrías haber prestado atención a mi forma de ser.

No maldije más de lo necesario, no viví deprisa,
no viaje nunca más lejos de lo que debiera llegar.

Cumpli veinte años y me lancé hacia el Infierno,
nunca pensé realmente regresar.
¿Para qué? Me pregunto,
no tengo familia, nada dejé atrás.

El tabaco es mi único vicio,
deme alguna monedilla para aguantar.

Soy un vagabundo, ya te avisé al llegar.
Si no lo escuchaste -si lo obviaste- lo lamento
pero tarde o temprano me tendré que marchar
(y tendrá que ser ahora).

Mis botas están destrozadas, mis pies desgarrados.
Déjeme dormir algún rato entre las rosas de su jardín.

No me gustan las familias calculadoras
que pretenden definir un destino al recién nacido;
Mis padres pensaron un gran futuro para mí
¿Acaso tanto pensar les evitó la muerte?

No. Me quedaré aquí poco tiempo
pero no me obligues a continuar.

Tú no estás hecha para grandes aventuras,
déjame continuar a mí solo.
Llegó un momento en que me vi llorando por estar solo
pero me descubrí incapaz de estar junto a tí.

Tal vez se cruzen de nuevo nuestro caminos,
voy al Norte, pero sé que siempre estarás aquí.


A L.C

9 de junio de 2010

A(simil)izaciones generacionales


Era la primavera de 1994, justo un día después de mi decimotercer aniversario. Recuerdo nítidamente aquella mañana en la que bajé las escaleras aún medio dormido, me crucé con aquel gigantesco número trece en la puerta de la cocina y, al abrirla, la escena de mi madre llorando delante de la televisión. Son de estas cosas que luego el cine intenta expresar poniendo la cámara lenta y tiñéndolo todo con un incierto aire nebuloso. ¿Qué pasa?, la pregunta resuena en mi cabeza como un eco de ultratumba. Ha muerto, fue la respuesta que me llega desde el recuerdo. Luego la escena se transfigura en mi cabeza y, aunque sé que en realidad seguíamos en la cocina y que ella ya se había tranquilizado, ahora aparecemos en su habitación, ella sentada en su cama y yo sobre sus rodillas. Me coge la cara entre sus manos, me besa y me dice mirándome a los ojos, como para que me diera perfecta cuenta de la importancia del asunto, que Kurt Cobain había muerto. Nada más terminar la frase otro ataque de llanto que no puede contener en su garganta la devuelve a la desesperación.

Pero esa es la ensoñación.

Lo que realmente pasó fue que, tras decirme aquello, me quedé allí plantado mirándola mientras comprendía que aquel regalo que me habían hecho el día anterior no tenía ningún sentido. Veía a mi madre disimular el llanto y no podía soportar la idea de que yo tenía uno de esos inventos relativamente recién adaptados para los hogares de clase media del país esperándome en la sala de estar. Los pelos largos y ondulados se le pegaban a la cara, mientras bebía un vaso de agua para que se le pasara el sofoco, y yo decidí que no quería uno de esos estúpidos ordenadores, que ya no tenía sentido ninguna de esas mierdas. Fui corriendo a la sala de estar y me lié a patadas con todo el equipo hasta que mi madre, sorprendida por el estrépito, dejó su llanto y vino a ver lo que pasaba. Cuando entró me encontró con un pie metido dentro del sobremesa y el teclado con cinco o seis teclas menos entre las manos. Se quedó ahí quieta durante un rato y luego se echó a reír.

Aquel día en que vi a mi madre llorar por la muerte de Kurt Cobain decidí dos cosas: Que yo también quería que mi muerte fuera llorada así y que quería a mi madre. Poco más tarde comprendí que lo primero necesita años y años de dedicación, pero jamás he podido superar el hecho de que ella tan sólo me diera siete meses desde aquello para demostrarle lo segundo.

***

Crecí, etc. No me malinterpreten, no maduré. Como tantos otros de mi generación, estudié una carrera, sí. Me fui al extranjero durante un tiempo e, incluso, tuve la dudosa certeza de ser padre del hijo de una tal Lidia antes de cumplir los 22. La carrera elegida es insignificante, ahora trabajo limpiando y conduciendo un coche que ni me pertenece. Soy chófer y probablemente hable al menos un idioma más que mi jefe, tenga más estudios que él y, en definitiva, esté más preparado para la vida en general. ¿Por qué conduzco yo entonces? Porque a mí me la suda.

Mi madre se peleó contra todos los sistemas conocidos saltando de un país a otro (incluso tenía una foto con el comandante Guevara), reivindicó derechos para las mujeres que fueron convertidos en simples eslóganes políticos, perdiendo toda su credibilidad. Le pegó fuego a un banco, se ató a árboles y levantó miles de quejas y manifestaciones por la educación. Hizo todo eso y más mientras criaba a un hijo y aceptaba el hecho de que su marido la abandonara. Yo luché contra la L.O.U y, tras eso (más la experiencia heredada de mi madre), decidí que todo estaba amañado de antemano y que no valemos una mierda en esta sociedad que se llama democrática para tenernos calladitos, más o menos como decía Marcuse. Mi vida es el ejemplo: conduzco un coche, arrastrando una carrera de cinco años más una especialidad de dos, llevando de un lado para otro a un negado, pero la sociedad se dedica a recordarme que el inadaptado soy yo.

Es curioso. En estos países que estamos construyendo, poco a poco son las personas más civilizadas las echadas a un lado.

Yo quería que mi muerte fuera llorada como la de Kurt, pero no me di cuenta en aquel entonces –realmente no podía saberlo aún- que él pertenecía a una generación que sí sabía valorarlo. Yo, a nueve meses de convertirme en un treintañero, he tenido que recorrer los años noventa. Solo un siglo que tuvo dos guerras mundiales podía tener un final así de deprimente. Y si de generaciones hablamos, no sé cómo hemos podido criar a una horda tan enorme de gilipollas, malcriados, vacíos, inútiles y depresivos como la perteneciente a la de los años noventa.

El funeral fue bastante bullicioso. Me refiero al de mi madre. En el fondo era un personaje político importante; aunque ella lo detestara, esos cabrones lograron convertirla en un muñeco representativo. Un partido conseguía agenciársela –yuyus políticos mediante- y luego, cuando ella ponía dicho partido a parir, ellos aparecían en televisión dándole la razón y prometiendo cambios. Al día siguiente comenzaban con sus bombas de humo mientras hacían como que solucionaban algo. Creo que mi madre murió al comprender que habían logrado convertirla en publicidad.

Lo dicho, te absorben, te asimilan y te desechan.

Un hombre y una mujer de unos sesenta años y que decían ser mis tíos se hicieron cargo de mí. La verdad es que se lo puse fácil a ellos y ellos me lo pusieron fácil a mí. Francisco y Rosa, así se llamaban, se preocupaban de que comiera y vistiera bien y yo de no molestarlos evitando estar en la misma habitación que ellos. Al cumplir los dieciocho años, y con un trabajo como repartidor de prensa como aval, hice mi bolsa de viaje –una reliquia de piel heredada de mi madre y tan llena de parches de distintos países que mareaba- y me largué sin decir ni adiós. Aún hoy no he vuelto a saber nada de ellos.

Al día siguiente, y como todos los 8 de abril desde 1995, visité la tumba de mi madre en el cementerio y me marché de la ciudad en autobús. Pensaba volver a aquel cementerio al año siguiente, como había hecho siempre, pero la suerte quiso que hasta cinco años después no pudiera hacerlo.

7 de junio de 2010

De vuelta (un regreso inesperado)

¡Tù por aquí!

Así es, pero no sé por qué te sorprendes. Siendo este mi blog sería más creíble encontrarme a mí antes que a cualquier otro (tú, por ejemplo).

Es posible pero, dime, ¿ha pasado algo?

No lo sé, hace tiempo que no me paso por aquí.

A eso me refiero.

Me imagino que entonces ha sido el tiempo.

Muy gracioso.

¿Sabes? Esto me recuerda a los diálogos de Platón. Yo podría ser Sócrates y tú cualquiera. ¿Te gusta el personaje de Polo?

En absoluto. A la segunda vez que Sócrates lo acusa de ser fogoso me pongo nervioso y empiezo a pensar que después del diálogo va a tirárselo.

Curiosa apreciación. Entonces dejemos estas comparativas, aunque me sigue pareciendo gracioso esto de manejar los dos lados de la conversación.

¿A qué te refieres? Ni tan siquiera eres tú el que hace preguntas capciosas a lo Sócrates. Esto no es más que una conversación entre dos amigos que hace tiempo que no se ven.

Una mierda. Eso es tal vez lo que el lector piensa. Para eso está la literatura, ¿no? Crea fantasías haciéndolas pasar por un filtro de realidad para que, así, el que disfruta de la obra pueda identificar su mundo con el que aparece en la novela, otorgándole así una posibilidad de existencia fuera de su imaginación. Pero la verdad es muy distinta.

¿Y cuál es esa verdad, sabelotodo?

Pues que soy yo el que escribe y puedo encauzar esta conversación como me dé la gana. Es más, mientras mantenga una línea argumental racional puedo convencer –a lo Platón- al lector de lo que me dé la gana. Figúrate qué bueno es este sistema del diálogo que ese griego cargante atacaba a los sofistas con sofismas camuflados.

Desarrolla eso.

Por supuesto. Para empezar ponía en la boca de Sócrates –personaje reconocido en Atenas- lo que le daba la gana, consiguiendo así darle autoridad a sus palabras.

Así es.

Y luego hacía eso.

¿El qué?

Eso. A los pobres contertulios ficticios que plantaba a escuchar la peroratas pseudosocráticas asentían cuando al autor le daba la gana.

Efectivamente.

Por otro lado –esto es lo que siempre me ha matado de esos “diálogos”- no dejaba que los demás hablaran. Es más, les pedía a los demás, siempre a través de Sócrates, que fueran breves y no se deshicieran en palabras para no “contaminar”, por así decirlo, la conversación. Y luego él ocupaba páginas de desglose.

El pobre tendría que explicarse.

No, es que a Platón cualquier punto de vista distinto al suyo no le interesaba. Por eso también aprovechaba y, para colmo ya, en sus propios escritos cogía lo que habían dicho sus personajes y tergiversaba lo que “habían querido decir”.

Eso último no lo he entendido muy bien.

Ya, es que me he expresado fatal. Te pondré un ejemplo, pero lo mejor es que te fijes cuando leas cualquiera de sus diálogos. A ver, para explicar bien el ejemplo, explica alguna posición tuya (lo más curioso es que te pido que lo hagas como si no fuera yo el que va a escribirlo poniendo lo que me da la gana).

Sí, eso es una gran ventaja.

¿Por qué?

Porque no solo te permite poner en mi boca cualquier tontería, sino que además ya tendrás la respuesta preparada.

Cierto, pero ¿no es también cierto que cuando dices que eso es una gran ventaja lo que realmente quieres decir es que disfrutarías teniéndola tú también y que, además, matarías a siete perros y un católico para obtener dicha ventaja? (Entiende que esto es una broma absurda para explicar que puedo poner lo que quiera para restarle importancia a cualquier crítica que me hagas y que luego tú aceptarás porque a mí me sale de donde dijimos).

Efectivamente.

¿Ves? No sólo Platón era bueno psicoanalizando.

¿Te puedo hacer una pregunta?

¿Además de esa?

Hoy no estás muy achispado.

Hazme la maldita pregunta,anda.

¿Cuándo se acaba esto?