31 de julio de 2010

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Hoy quisiera presentaros un blog nuevo que no voy a enlazar en mi blogroll por motivos varios. Así, me desvío un poco de mis publicaciones y le dedico esta entrada.
Se trata de Dementes Literarias, los cuales se autodefinen en su página de Facebook como "un grupo de jovenes filólog@, escritor@s y artistas en general, convencidos de que es indispensable fomentar la lectura mostrándola como realmente es: una de las esencias del amor, el odio, la denuncia social, la rabia, el conocimiento..."
Además, me hicieron el honor de nombrarme ganador en su II Certamen de Reseñas Literarias a comienzos de este mes y aún no había encontrado la oportunidad de agradecérselo debidamente.

Os agradezco la atención, pero ante todo os agradezco ese servicio completamente desinteresado que nos dais a muchos amantes de la literatura.

29 de julio de 2010

Ascensor al Infierno



-Ven, entra.

Yo no quería fiarme. Había algo en aquella vieja que me decía que no me fiara, que corriera escaleras abajo y, sobre todo, que no entrara en aquel ascensor.

-No, gracias. Iré mejor por las escaleras, es más rápido –le mentía y seguro que ella lo sabía. Iba completamente cargado con bolsas de basura y un abrigo que mi madre se había empeñado que llevara “por si hacía frío”.

-Venga, chico, no digas tonterías. Con esas bolsas y ese abrigo que llevas colgando del brazo podría tropezar. Aquí cabemos perfectamente.

-De verdad que no, muchas gracias –era un asco repulsivo, visceral. Como si ese instinto de supervivencia que todos se supone que tenemos me gritara desde lo más íntimo de mi ser que me alejara.

-Entra ya en el ascensor, estamos tardando más en discutir que lo que tardaremos en bajar –me espetó.

Y ocurrió entonces algo espantoso. Agarró mi brazo con su mano huesuda y me arrastró, con una fuerza que no comprendía, hacia su cadavérico cuerpo, su olor a muerte y sus desdentadas encías. Me voy al Infierno, pensé lleno de pavor. Y casi. Pero no era un Infierno lleno de llamas, demonios y almas en pena. No. Era un Infierno de silencio incómodo y hedor a gases intestinales de una octogenaria.

27 de julio de 2010

La mañana del domingo


Amarró su pequeña barca a la cornamusa, saltó al embarcadero y siguió saltando hasta su casa, un pequeño agujero muy bien decorado cerca de la casa de Óscar el pastor. Efectivamente no era una casa muy grande, pero él vivía solo y sus hermanos raramente venían a visitarlo. Cosa que agradecía, pues su familia era tan numerosa como desordenada y no le gustaba nada tener que recogerlo todo tras su marcha. Este era uno de los motivos por los cuales nunca había querido comenzar unas reformas de ampliación en su hogar. Además, no tenía previsto casarse.

Abrió la nevera y cogió el zumo de zanahoria que se sirvió segundos más tarde en una jarra de medio litro. Se sentó en su sillón, un mueble no muy cómodo pero que iba realmente bien con el resto de la casa, y puso los pies sobre la mesa dispuesto a seguir disfrutando de la mañana del domingo. Justo cuando más cómodo estaba llamaron a la puerta. Un fastidio que esperaba solventar procurando no hacer ningún ruido, esperando así que la visita pensara que no había nadie y se marchara. Pero no funcionó.

-¡Conejito Darwin! ¡Conejito Darwin! Abre, es importante-.

Hubiera reconocido esa molesta voz en cualquier parte. Era Juan Ramón el moscardón. Un tipo muy pesado que además tenía la costumbre de rebuscar en la basura de los demás para espiarlos.

                -Ahora no puedo, Tomás. Estoy cocinando.
                -¿Cocinando? ¿Y qué preparas? Podría ayudarte…
                -No, gracias Juanra, tengo visita.

Era una mentira. A Darwin no le gustaba mentir, pero a veces no hay más remedio.

                -¡Oh, venga! Ábreme, de verdad que es importante. Además ¿quién viene a visitarte?
                -No es de tu incumbencia. Y si es tan importante suéltalo ya porque no pienso abrirte.

Empezaba a perder la paciencia, como siempre que trataba durante más de dos minutos con Juan Ramón. Durante unos segundos no se escuchó nada, cosa que le hizo pensar a Darwin que se había cansado y se había marchado. Y cuando estaba a punto de suspirar de alivio volvió a escuchar esa chirriante voz.

                -Lo siento, pero he estado hablando con mi socio y me ha dicho que no puedo contártelo a través de la puerta. Es un secreto.
                -¿Un socio? ¿Quién es tu socio y qué es lo que queréis?

La curiosidad le picó un poco a Darwin. No sabía quién podía tener las agallas de asociarse con semejante pesado.

                -Espera, no sé si eso es secreto, voy a preguntárselo.

Esta vez Darwin orientó una de sus largas orejas para ver si escuchaba algo, pero lo único que le llegaba era un siseo.

                -Vale, dice que eso puedo decírtelo. Es Jacobo, el mosquito. Si me abres te cuento su plan, dice que podemos sacar una buena tajada de todo esto.

Jacobo era un alcohólico reconocido en todas partes y hacía muchísimo tiempo que nadie le había visto sobrio. Según cuenta comenzó con la bebida cuando Marisa la mariposa lo dejó para poder dedicarse a la pintura, su verdadera pasión, con toda su alma. Nunca lo superó y, como todo el mundo parece saber menos él, el alcohol no es buen consejero.

                -No, Juan Ramón, definitivamente no quiero saber nada de los trapicheos de Jacobo, así que lárgate antes de que avise a Tomás, el perro guardián, de que estáis tramando algo.
                -Vale, vale, Darwin, no hace falta que te lo tomes así. Contábamos contigo simplemente. No te enfades.
                -Pues la próxima vez, antes de contar con alguien, no estaría de más preguntarle, ¿de acuerdo?
                -Si, si, tranquilo. Ya me voy, pero no le digas nada a Tomás, ¿vale?

Juan Ramón ya había tenido problemas con Tomás, un pastor alemán encargado del orden en todo el lugar, y no quería que metiera las narices en su vida. Darwin no sabía si lo que estaban tramando era lícito o no, pero sí sabía que la mera mención de Tomás iba a bastar para que lo dejara tranquilo. Así pues, se relajó de nuevo en su incómodo sofá y le pegó un sorbo largo a su zumo de zanahoria. 

Una aventura de cuando en cuando no viene mal, pensaba, pero después de haber estado remando toda la noche a la luz de las estrellas para encontrarse con Mónica la Loca, su amante y amada, ya había tenido aventuras suficientes. Además, no se fiaba de esos dos. Así que sonrió, alzó el vaso brindando por la vida y presionó el botón de la minicadena.

25 de julio de 2010

Modelo de fotografía


Cierro la puerta dando un portazo. Estoy furioso y poco me importa que ya no haya nadie en la casa para escucharlo. Tiro el lo que tengo en las manos encima del sofá y me siento en la silla más cercana de la salita de estar y me quedo allí rabiando, con la cabeza entre las manos y los ojos clavados en el suelo. ¡Joder! No lo entiendo. Años y años dedicándome a la fotografía para que ahora mi mujer, con la que llevo casado casi diez años, me diga que va a ir a hacerse un libro fotográfico con otro. Que yo soy muy clásico -¡muy clásico!- y no es lo que busca. ¿Cómo voy a ser clásico? Tengo treinta años, le digo, no me ha dado tiempo de volverme clásico. Ella me dice que la edad no importa y yo sé entonces que ha dejado de quererme. Aún y así peleo. Antes le gustaba mi fotografía y se lo recuerdo. Me responde que le sigue gustando, me endulza la píldora alegando que le encanta, que me considera un gran fotógrafo y que todos esos premios no son por nada, pero que no es lo que ella busca ahora mismo. ¿No la he captado bien? ¿No se gusta en mis fotos? Dice que sí, pero que ahora busca otra cosa, algo un poco más atrevido. Me engaña, estoy convencido. ¿Más atrevido? ¡Joder! Le explico que eso es una gilipollez, que una fotografía es una fotografía, la fotografiada es la modelo y los fotógrafos unos cerdos. Nada. Me replica que no va a desnudarse, que si es eso lo que me preocupa. Le contesto que no, que lo que me preocupa es que la desnuden y ella se enfada. ¿Qué buscas en la fotografía? Lo estúpido de su respuesta me abruma. Me suelta que a ella misma, pero a otra yo que aún no conoce. Me exaspero y le digo que eso es una tontería, que la supuesta verdad en el arte la pone el espectador, que si ella quiere encontrarse de otra manera lo puede hacer igual en una fotografía antigua que en una nueva. No varía otra cosa más que la disposición del sujeto que observa. Nada. Sigue en sus trece y, más papista que el Papa, me dice que entonces yo no he comprendido la fotografía. Todo comienza a ser muy confuso y recapitulo para saber cómo hemos llegado al punto en el que ella me habla sobre lo que es la fotografía. Además, continúa ella, te repito que lo único que quiero es que otro me fotografíe, nada más. No te lo tomes tan a pecho, tú me podrás fotografiar siempre, lo único que quiero es verme a través de los ojos de otra persona. Mi sorna acerca de que le arrancara los ojos al fotógrafo que fuera no parece hacerle mucha gracia.

Me engaña, sé que me engaña. O más bien me engañaba. La discusión continúa, ella comienza a llorarme diciendo que estoy sacando las cosas de quicio, que no es tan importante pero que no piensa ceder porque está cansada de que siempre se haga lo que yo digo. Ahora me sale con esas. No escucho sus llantos, no me hace falta. Esa cantinela me la sé desde hace años y lo considero chantaje emocional. Me dice que si no comprendo esto es porque soy un burro y eso me duele. De pronto noto cómo mi puño, sin saber muy bien cómo, impacta en su cara. Algo dentro de mí me dice que acabo de hacer algo horrible, pero continúo y continúo. Tiene un no sé qué especial lo que estoy haciendo y no tengo ganas de parar. En cierto momento consigue zafarse y corre en dirección a la puerta principal con la cara destrozada y logra salir a la calle. Yo corro detrás de ella deteniéndome unos segundos en la cocina. Lo voy a hacer, hace tiempo que quería hacerlo y ya había empezado. Se había vuelto muy rebelde, se había olvidado de que era mía. La alcanzo en mitad de la calle, algunos coches pasan a un lado y a otro de nosotros. Agarro su pelo y miro su boca, antes preciosa y ahora algo desdentada. Le hundo el cuchillo de cortar el pan en la garganta. Ya no es mi modelo. La suelto y veo cómo se lleva las manos a la herida mientras la sangre gorgotea de una forma imposible. Me parece un espectáculo patético, me doy la vuelta y vuelvo a casa furioso. Me engañaba, seguro que me engañaba.

***

Sigo cerca de una hora sentado en la silla cuando suenan las sirenas. Han tardado bastante. No hago por huir, no he cometido ningún crimen. Era mía, yo la había captado en mi cámara y ella era para mí. A nadie se le encarcela por romper sus cosas.

23 de julio de 2010

Una vida sin gracia


Era un tipo bastante desgraciado. Nunca había logrado nada y, desgraciadamente para él, esto era una realidad. Por no lograr no había logrado ni obtener el certificado de estudios mínimos. No, no es que no los hubiera superado, simplemente la Administración había perdido todo su expediente y no constaba que hubiera cursado nada nunca. Le dijeron que todo era muy extraño porque suele haber más de una copia, e incluso la Universidad debería tener su propio expediente. A él no le extrañó en absoluto, estaba acostumbrado a estas desgracias.
La otra noche tuvo que dormir en su portal porque se había dejado las llaves dentro de casa. No era muy tarde y pudo llamar a la puerta de su vecino para ver si le dejaba saltarse desde el balcón pero, aunque parezca imposible después de veinte años viviendo allí, no le reconoció. Ahí tuvo que reírse. Era tan absurda la manera que tenía el destino de burlarse de él que no pudo resistirlo.

A la mañana siguiente, cuando llamó al cerrajero porque no había forma humana de abrir aquella puerta sin ganzúas. Tuvo que visitar cuatro cabinas telefónicas hasta encontrar una que conservara el cable del auricular. Se ve que alguien aquella noche se había entretenido arrancándolos. Localizó, eso sí, rápidamente a un cerrajero, que más tarde le hizo tener que extirparse el riñón para poder pagarle. Pero eso es algo que, después de haber pasado la noche en el suelo frío y desangelado de la entrada de un edificio, poco importa tras sentarte en tu sofá y tomarte un buen café. “Se paga lo que se tenga que pagar”, aseguró más tarde al único amigo que tenía, un abogado divorciado por problemas con la bebida.

A estas desgracias ya estaba acostumbrado. A las que no estaba para nada hecho era a las desgracias del amor, básicamente porque jamás tuvo nadie de quien enamorarse. Esto cambió cuando un día que volvía de estar en casa de su amigo el abogado tuvo que coger el autobús porque a su coche se le había partido el embrague cuando fue a arrancarlo.

Iba él sentado en el asiento situado justo detrás del chófer procurando no pensar en nada, como hacen todas las personas llena de desgracias, cuando la vio entrar. Tal vez fue su melena a la altura de los hombros, de un color que no se decidía entre el rubio y el castaño, tal vez fue su nariz, que parecía una fresa. Tal vez su sonrisa o tal vez aquellos ojos profundos que daba vértigo mirar. O puede que tan solo fueran sus piernas, pero desde el momento en que ella se montó en aquel autobús él supo que, a partir de entonces, cualquier cosa que le pasara no iba a superar el dolor que sintió en su corazón cuando comprendió, dos horas más tarde y ya en su casa, que jamás volvería a encontrarla. Fue como si un edificio de cuarenta plantas se le cayera encima de los pulmones, solo que no se moría.

La buscó, claro que la buscó. Y cogió ese autobús a todas las horas posibles. Pero recordad que era un desgraciado y esto la vida real. Posiblemente, si fuera una película la hubiera encontrado de nuevo, pero la verdad era que, mientras él cogía autobuses y se consumía de amor, ella, ajena a todo esto, vivía su vida muy lejos de allí, en las montañas, mientras compartía cervezas con sus amigos y les contaba su visita a aquella ciudad donde, sin ella saberlo, un loco la buscaba sin cesar.

21 de julio de 2010

La noche lo sabía



Calló la noche. Si, efectivamente, después de milenios de incesante charla la noche terminó por callarse, tal vez aburrida porque nadie la escuchaba. No era como aquella falsa música de los planetas, nadie notó el silencio que la noche nos legó, así de ignorada era.

¿Recuerdan aquello del árbol? Si, si hace ruido un árbol al caer en mitad de un claro en el cual no hay ningún espectador. Como si fuéramos el centro del universo, como si importáramos algo. ¿Realmente alguien se plantea en serio esas gilipolleces? La noche no. La noche sabía que cuando callara nadie iba a notarlo, pero no se calló por eso. No. La noche se calló por aburrimiento, porque quería saber lo que pasaba. No pasó nada, era lo previsible, pero dicen que por probar nada se pierde. No sé lo que sintió la noche al escuchar el silencio, no le he preguntado. No, no me juzgues, probablemente tú tampoco lo has hecho. Nadie pregunta hoy día nada, lo damos todo por sentado y así cometemos los mayores errores; por eso las parejas rompen, los camareros se equivocan y los políticos siguen en el poder.

Una vez me dijeron que las unicausas son siempre falsas. Aprecio a quien me lo dijo, pero creo que aquí se equivoca. El problema de la sociedad contemporánea es que nadie escucha. Ni más ni menos. La noche lo sabía.

Posiblemente, aunque me estés leyendo, no me estés escuchando. Hemos perdido la capacidad de atender a los demás.

La noche lo sabía, pero nadie le preguntó.


***


A quien le interese:


Disculpen por la tardanza en la publicación, pero me ha sido imposible la conexión a Internet durante este tiempo. Ahora que la he recuperado recuperaré conjuntamente la publicación cada día impar.


Además, decir que he agregado la opción de calificar los textos. Agradecería que, ya que está ahí, la usen. No sean rácanos, es solo un clic.


***

3 de julio de 2010

Un cuento por casualidad


La misma mañana en la que Marcos decidió salir a pasear por aquel parque olvidado por el Ayuntamiento fue también la misma mañana en la que Mónica cambió, por vez primera en dos años, su itinerario en la carrera matutina. No es que a ella pudiera ocurrírsele que al variar el giro que hacía siempre a la izquierda en la calle de la Exposición, haciéndolo ahora hacia la derecha, pudiera otorgarle unas nuevas expectativas a lo largo de toda su vida. No era más que un giro y ella lo sabía de la misma forma que uno sabe que decidir entre calzarse primero un pie o el otro no tiene mayores consecuencias. Pese a todo, esta decisión sí que la tuvo, aunque no fue hasta dos años más tarde que se diera cuenta de ello.

Tras girar en aquella malograda esquina, no sé si porque sus pies andaban indecisos pensando que entraban en un territorio desconocido que tenía a otros pies por dueños o porque la mítica cáscara de plátano andaba agazapada dispuesta a cumplir con su milenaria labor, tuvo Mónica que irse de bruces al suelo, con tan mala pata –permítame el lector la broma- que logró darse un golpe en la cabeza con la precisión suficiente como para meterla directamente en un coma del que no saldría hasta que Marcos no pronunciara las palabras mágicas. Claro que esto es algo que Marcos tardó en descubrir, y poco o nada sabía él entonces de las cosas que iban a pasar mientras salía por la puerta de atrás de aquel olvidado parque y se encontró con una Mónica, que él no sabía que se llamaba Mónica pero que le pareció la chica más hermosa que jamás había visto girar una esquina, que corría hacia él tan decidida como fuerte fue el porrazo que se dio segundos más tarde contra la acera.

Fue por supuesto Marcos a socorrerla. Dijeron después los médicos que si no hubiera estado él allí no se habría salvado, claro que esto es algo que los médicos gustan en decir, tal vez porque así le dan más emoción a sus trabajos, cada vez más ninguneados por el avance del descubrimiento de los poderes mágicos del agua. Nadie quiere creer en la ciencia cuando hay alguna posible superstición que la suplante.

La llegada al hospital fue como todas, con ruido de ambulancia, carreras y puertas que se abren y se cierran. No dejaron pasar a Marcos por supuesto, era un héroe pero no un profesional. Tuvo que pelear incluso para conseguir el número de la habitación de la accidentada, pero finalmente la consiguió.

No penséis ahora que fue por su belleza por lo que Marcos se enamoró de ella, tampoco era por la ternura que despedían sus labios bien formados que se resecaban y que obligaban a Marcos a humedecérselos con un paño. Tampoco la languidez grácil de sus brazos finos que reposaban sobre la cama. Tampoco fue el cuento de la bella durmiente que le hiciera a Marcos soñar con romanticismos. No. Simplemente fue el aburrimiento, la soledad y la compañía que le otorgaba aquella mujer que, a falta de estar muerta, le otorgaba la paz de los dormidos.

Comenzó yendo por preocupación. Continuó porque no tenía a nadie más en la vida y en el hospital podía leer, además pronto le cogió el gusto a eso de leerle en voz baja, casi en susurros, para no molestar a los pacientes que parecían circular por aquella habitación compartida como si todos estuvieran dispuestos a abandonar aquel hospital menos Mónica. Una vez murió uno de los que compartían aquella triste habitación y Marcos lo recordó siempre como la única señal de esperanza que había tenido durante aquellos dos años. Algo le dijo en su interior cuando vio aquel fiambre que, mientras Mónica estuviera viva, él tendría una amiga. Claro que él jamás contó con que Mónica se despertara. Ni tan siquiera se lo planteó. Para él Mónica era Mónica resbalando o Mónica en coma y atribuirle cualquier otro estado le parecía risible. Así que conjeturas tales como ¿qué le diré si algún día se despertara? o ¿podré seguir viéndola si alguna vez saliera del coma? no entraban en su cabeza, directamente.

Pero sucedió. Tal vez no se lo crean, mis lectores, pero sucedió y lo hizo en una situación tan verídica como sospechosa, pues fue cuando Marcos, leyéndole a Mónica aquel viejo cuento árabe, pronunció las palabras de ábrete sésamo cuando ella abrió los ojos y le dirigió una sonrisa.

No sabría decirle, no me gusta jugar con el azar, si fue debido o no a aquellas palabras que Mónica despertara, pero sí que Marcos, tras recuperarse de su sorpresa, supo aceptar aquel nuevo estado –para él insólito- de su amiga y lograron juntos hacer muchas cosas, siendo la primera que Mónica volviera a caminar.

Hoy hace ya mucho tiempo que no los veo, pero es bien seguro que seguirán en alguna parte juntos, leyéndole Marcos a Mónica, costumbre que nunca perdió, y pensando Mónica que, o bien sus pies o bien aquella esforzada cáscara de plátano, le cambiaron la vida de una forma que jamás habría sospechado pero que le hacía tan feliz como el mayor de los cuentos que hubiera leído de pequeña.

1 de julio de 2010

Turno de limpieza



¡Dejadme! ¡Solo quiero estar sola!

Cerró la puerta violentamente y escuchamos cómo se tiraba con más estrépito aún sobre la cama. Nosotros no abrimos la puerta, la dejamos tranquila hasta que se le pasara. No, no escuchamos nada más. No, no nos preocupamos. Quería tranquilidad y nosotros se la dimos. Poco después llegaron las vacaciones y tuvimos que irnos, no nos extrañó no verla hasta entonces. Estaba enfadada con nosotros por haberla saltado en el turno de la lavadora y pensábamos que nos evitaba. Así es, como le dije no volvimos más a este piso porque encontramos otro mejor. No, tampoco nos extrañó que no nos devolviera las llamadas, simplemente pensamos que había cambiado de número. Siempre fue rarita, ya me entiende.

No sé a qué viene tanta pregunta, creo que está claro: Al tirarse encima de la cama se abrió la cabeza y murió allí mismo. Nosotros no podíamos saber nada y nos parece impensable que ahora, cuatro años después de aquello, nos hagan perder el tiempo por una compañera de piso de cuando éramos estudiantes. Una compañera que, por lo demás, no nos saltamos en el turno de la lavadora. Tal vez debió mirar el calendario de la semana.