23 de agosto de 2010

Basura telefónica



Tal vez si no estuviera tan decepcionado con todo esto podría escribir algo decente. O tal vez sea cosa de esta pantalla -me está dejando ciego, puedes notarlo hasta tú-. No tener Internet influye, aunque sabes muy bien que si lo tuviera perdería el tiempo leyendo otras cosas, en vez de poniéndome a trabajar.
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No, no estoy sacando ahora el tema de tu estudio, ¡hablo de mi trabajo! ¿Tan difícil te resulta no ver malas intenciones en todo lo que hago?
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Sí, efectivamente. Tengo que entregar esas copias cuanto antes.
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Puede ser. Probaré ahora con un poco de música de todas formas. Sí, no hace falta ni que lo preguntes. Esa tan deprimente y que tan poco te gusta.
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Pues creo, la verdad, que deberías dejar el ordenador y ponerte con lo tuyo, pero sabes que no me gusta meterme.
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No, no te digo lo que tienes que hacer, te digo lo que creo que deberías de hacer.
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No es lo mismo.
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Te pongas como te pongas no es lo mismo. Por mí puedes hacer lo que quieras.
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No, no es que ahora pase de ti. Solo te dejo a tu libre albedrío.
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¿A qué viene eso ahora?
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¿Oye? ¿oye?
...

21 de agosto de 2010

Historias de barrio


Se empeñaba en creer que todo lo que acontecía en su vida lo hacía siempre de una forma virtual. Nadie supo con certeza qué es lo que quería decir con esto, pero nunca dejaron de verla corriendo por las calles enrollada en papel de periódico, soltando serpentinas y haciendo rechinar de rabia a sus vecinos porque comprobaban que ella, la loca, era feliz.

17 de agosto de 2010

H2O (basado en hechos reales)


Eran entre las diez y las once de la noche. No lo sé con precisión pues nunca voy con reloj –y mucho menos cuando estoy de vacaciones–, pero sé que el intervalo es el correcto porque salí de casa hacia las diez y mucho más tarde un reloj me sorprendió dando las once. Pero da igual, no creo que sea tan importante la hora. La cosa está en que era el comienzo de una noche de agosto, que yo estaba de vacaciones en una ciudad completamente extraña del caluroso sur del país y que, inexplicablemente, de pronto una terrible tormenta que arrastraba consigo la pertinente lluvia, los sorprendentes relámpagos y los estruendosos truenos, si se me permite la redundancia.

No sabía qué hacer. Yo había viajado a aquella ciudad esperando encontrarme calor, gente sofocada y lamentando tener que trabajar y no poder ir de vacaciones a algún lugar fresco como del que yo venía.
Yo creo que hago estas cosas precisamente porque cuando me harto del calor sé que puedo hacer las maletas y coger el primer tren, avión o lo que sea y volver a mi cómoda y fresca casa. Incluso puedo beneficiarme de las bondades de uno de mis vecinos y pedirle que me deje una cerveza y una jarra enfriándose en el congelador el tiempo suficiente para que cuando llegue estén en la temperatura exacta. Cosa que, por cierto, después de lo de esta noche, pienso hacer mañana.
No quiero irme del tema.

La lluvia torrencial comenzó a caer sobre mí, tan inesperada y helada como mal bienvenida. Mi vestimenta, desde luego, no preveía la lluvia. Yo tampoco, así que corrí. Corrí como si de napalm se tratara, intentando guarescerme, pero ningún portal había que pudiera darme socorro. Ningún saliente de ningún edificio quería darme cobijo. Y tuve que seguir corriendo.

Al fin vi una puerta cuyo grueso dintel de piedra parecía adecuado para esperar bajo él a que escampara, así que allí me coloqué. No sé el tiempo que estuve allí –si antes estuviste atento recordarás que no tenía reloj– pero ahora sé que aquella lluvia que miraba con admiración y enfado era mejor que lo que me venía encima. Nunca mejor dicho, por cierto.

La puerta que se encontraba detrás de mí se abrió de pronto, haciendo que un chorro de aire helado –inexplicable en esta ciudad y estas fechas– se colara en la casa a través de mí. Me giré y me encontré a una gruesa (¿el superlativo sería “grosísima”?) anciana que me miraba con los brazos en jarras, interrogante. Le pedí disculpas y le expliqué, por si no era demasiado obvio el por qué me encontraba allí. Me invitó a pasar y me negué. No estoy acostumbrado a la supuesta amabilidad de los sureños. Sé que por aquí prima la hipocresía y ese buen rollito que dicen tener no es tanto por la natural amabilidad como por la obligada vida social que da un clima que te permite salir a la calle durante gran parte del año. De todos modos, el problema es que además de hipócritas, son maleducados. En este caso, la anciana desoyó completamente mi negativa –e incluso mi invitación a marcharme en caso de que la molestara– y me agarró del brazo obligándome a entrar.

Lo reconozco, sentí miedo.

Una vez dentro de la casa me dio toallas limpias, de un color verde pistacho y con mucho olor a suavizante, y me invitó a darme una ducha de agua caliente. Yo estaba algo más tranquilo, pues mientras ella revolvía un armario buscando las toallas yo me había dado un discreto paseo para estudiar el sitio. No encontré nada inusual: La televisión encendida y a un volumen tremendo, un ventilador que desahogaba la terrible humedad que se había apoderado de esa casa, una mesa camilla sin hornillo, un sofá estampado de forma horrible y demás horteradas, como el muñeco de una mujer vestida de gitana encima del televisor, que uno espera, aunque raye en el tópico, encontrar en la casa de una señora que vive sola y, probablemente, cuyos numerosos hijos prefieren mantener alejada. Preví también por esto último que era una persona muy acostumbrada a sacar a las personas de problemas, costumbre que mantenía y ejercitaba siempre que le era posible, por supuesto. En este caso, yo se lo había servido en bandeja.

Me duché y agradecí la ducha caliente con todo mi corazón. El agua fría de lluvia parecía habérseme colado hasta el tuétano de los huesos y ahora era sustituida por la agradable sensación de calor. Cuando salí de la ducha me envolví en la toalla y salí a la habitación contigua, un reducto enano con una cama que parecía ser la habitación de invitados o algo así. Tal vez la antigua habitación del último hijo que salió de aquella casa.

Encontré sobre la cama ropa doblada y seca, que despedía el mismo olor a suavizante que la toalla, y empecé a vestirme. Fue entonces cuando escuché los once toques de un reloj en el pasillo.

La ropa en un principio me hizo sentirme ridículo. Se trataba de un pantalón amarillo de algodón y una camiseta blanca con letras azules del mismo material. Para colmo me estaban pequeñas las dos prendas. Me miré en el espejo del cuarto de baño para ver mi aspecto y fue cuando leí las letras de la camiseta: H2O. De la sensación de ridículo pasé a sentirme parte de un chiste que no entendía.

Mis zapatos estaban empapados, así que salí descalzo al pasillo. El ruido de la puerta de la habitación debió alertarla de que ya estaba listo, porque justo en el momento en que me asomaba ella hacía lo propio desde la puerta de lo que me parecía la cocina. Me invitó a ir donde ella y, una vez allí, sentarme en una silla plegable de madera frente a una mesita también plegable de plástico. El mantel era del mismo color que mis pantalones.

Me ofreció unas salchichas con patatas y huevo que devoré rápidamente. Aquellos huevos, he de reconocerlo, estaban deliciosos. Y cuando terminé me informó de que se iba a la cama. Al principio me sorprendió, pensaba que iba a esperar a que escampara. Pero luego pensé que me había ofrecido de alguna forma la habitación de invitados al dejar que me duchara allí en vez del baño que en ese momento podía ver al final del pasillo. Le pregunté a qué hora se levantaría al día siguiente y me miró con extrañeza. Yo le expliqué que era porque yo me iba a levantar temprano porque tenía cosas que hacer y entonces ella, muy sorprendida, me contestó que yo podía hacer lo que quisiera, pero lo que esperaba de mí era que me marchara en ese mismo momento de su casa. Ella tenía que acostarse, así lo marcaba su horario, y no pensaba hacerlo con un extraño en la casa. Salió entonces de la cocina, dejándome a mí estupefacto y sin moverme, como procesando la información, y volvió al poco con mi ropa mojada en una bolsa.

Le volví a preguntar, para cerciorarme bien, si esperaba que saliera de la casa en ese mismo momento o si podía esperar a que escampara. Me contestó, y atisbé cierta indignación en su voz, que esperaba que me fuera inmediatamente porque ella debía irse a la cama, que ya me había dado una ducha y había cenado, y nada me impedía, siendo joven y fuerte según ella, salir afuera y llegar adonde fuera que residiera. Como única excusa le expliqué que estaba descalzo y ella lo resolvió rápidamente quitándose las zapatillas de andar por casa que llevaba y pasándomelas con un puntapié cada una.

Me estaban pequeñas, lo sabía mucho antes de encajarlas –no hay otra palabra mejor– en mis pies, pero era mejor que ir descalzo. Así pues, me acompañó a la entrada, me invitó con una mano a que saliera y luego cerró la puerta detrás de mí, con la misma brusquedad con la que la había abierto.

Y allí me quedé yo, con ropa que me estaba pequeña y cuya combinación espantosa me hacía parecer un payaso, con unas zapatillas que casi me hacía resbalar por la acera mojada, una bolsa llena de ropa mojada y unas letras azules, bien grandes, en la camiseta que así rezaban bajo la lluvia: H2O.


13 de agosto de 2010

Como en los erizos


Como los erizos, ya sabéis
los hombres un día sintieron su frío
y quisieron compartirlo.
Entonces se inventaron el amor.
El resultado fue, ya sabéis,
como en los erizos.

Luis Cernuda.


Te acabo de llamar. Quería cantar
la última canción que te había escrito.
No podía esperar que fuera a escuchar ahora todas tus quejas.
No podía esperar que lo nuestro no fuera a resultar.
Caminé demasiados años contigo.
Nos atrapamos en miles de sitios prohibidos.
Como en los erizos.

Llevo días sin salir, quería recuperar mi inspiración.
Quería tenerte lejos, quería que tu aura estúpida no contaminara mis letras.
Quería poder echarte de menos, quería alejarme de todos.
Quería escuchar el silencio, interrumpido por el lejano tráfico que se acumula bajo mi ventana.

Mis dudas no podían seguir interrumpidas
por aquellos malvados que se aprovechan de la indecisión de unos pocos.
Me comentaste un día que pertenecía al género bobo.
Pues bien, lo quise así y tú caiste conmigo,
no pretendamos ahora parecernos a los listos.
Como aquellos días en la playa.
Como en los erizos.

Un día nos encontramos, ahora estamos perdidos.
No sé si sentiste frío. Yo estaba congelado.
Cuando hacíamos el amor podíamos decir que éramos grandes amigos;
por favor, no digas ahora lo mismo de tus otros amantes.

Afilas tus púas para usarlas contra mí
como si yo quisiera revestir mis días con más dolor.
Fabricas tu nido con hilos y estiércol
y acusas a los hombres de todos tus vicios.
Como si no te huyeran desde hace mucho.
Como si tu burbuja acorazada no nos hiciera huir despavoridos.
Como en los erizos.

He querido hacerte daño
pero ¿cómo dañar a alguien que prefiere enterrarse en el olvido?
No logré tocar tu corazón y pensé que lo habías tirado
o cambiado por otra de tus miradas.

Ya hemos vivido, sufrido y amado.
Ahora solo nos queda morir en medio de hastío.
No es que yo lo prefiera así, es que así lo mandan mayores designios.
Y si salen otras propuestas, si no se contestan más preguntas,
prefiero pensar que la humanidad se ha encogido de nuevo de frío.
Prefiero pensar que ya no nos necesitamos.
Como en los erizos.



Inspirado en la canción "Las inmensas preguntas" de Nacho Vegas.

11 de agosto de 2010

Eterno retorno



Ya lo haré mañana.
Y si no es así, da igual. Algún día volveré a pasar muy cerca de donde estoy ahora.

9 de agosto de 2010

De principio a fin (Una biografía)



Nací en el seno de una familia acomodada, como tantos otros. Mi padre era el dueño de distintas empresas, que había levantado gracias al capital generado por mi familia paterna a lo largo de los siglos. Mi madre era también una envidiable heredera, aunque más que por capital, por títulos. A sus tan solo dieciséis años de edad era ya, por la muerte de mi desconocida abuela, la duquesa de Macondo. Título que nos pertenecía desde la IV Revolución, que por cierto fue iniciada aquí en mismo, hará ya cuatrocientos años. Los pocos que acuden a los libros para comprobar la historia, entre los que me incluyo, defienden que nuestro título no es lícito, pues esta enorme ciudad, que antes no era más que una simple aldea, se fundó con una idea muy distinta a la de los títulos nobiliarios.

No me quejo. Tuve una infancia feliz, en la que zigzagueaba entre mis juegos en el campo y las idiosincrasias de mi madre. Mi padre no era un padre esquivo como el de muchos de los amigos que yo tenía entonces. Estaba poco en casa, lo admito, pero cuando estaba se hacía notar. Jugaba conmigo y con mis dos hermanas hasta el aburrimiento, compensando las veces que no había podido estar allí.

Al cumplir los doce años me mandaron a un colegio muy lejano, en Suiza, donde me dijeron que iban a completar la educación que allí me habían dado. No sé si completar es la palabra, yo diría cambiar para ser más justos. Pese a todo, estoy muy contento de aquellos cambios.

En el amor las cosas siempre me fueron bien. Fui un joven apuesto y brillante en las cosas que emprendía. Mis estudios en antropología me permitieron desarrollar mi mayor pasión: los viajes. A los treinta años de edad ya había conseguido visitar más de la mitad de las principales ciudades del mundo. Desgraciadamente jamás regresé a Macondo.

No me casé nunca porque jamás me gustaron las obligaciones de la vida marital. Pese a eso, siempre disfruté de sus posibles ventajas. Si tuviera que recordar un nombre, recordaría ahora el de Julia. Sus ojos castaños y su piel blanquecina siempre fueron un precioso aliciente para nuestros juegos.

No me rendí ante nada y cometí enormes errores. Jamás creí en ningún dios ni perdí el tiempo en la metafísica ni teorías imposibles.

Lo que ha terminado conmigo, al igual que hará con ustedes, ha sido la vida. Ahora me gana la partida, pero hubo tantas otras en las que fui yo el que reía.

7 de agosto de 2010

Un buen futuro



Me levanté conmocionado. Había recibido un fuerte golpe en la cabeza y, al despertar, todo estaba cargado de polvo. Trastabillé como pude por la casa medio en ruinas. No pude comprender lo que había ocurrido hasta que miré por la ventana.

Comprobé que, no solo la ciudad, sino todos los campos que la circundaban estaban ardiendo o carbonizados. No quedaba nada.

No me pregunté si sería el único superviviente hasta mucho después. Tardé demasiado en asimilar la idea de que lo que mis ojos estaban viendo era aquello con lo que muchos habían tenido pesadillas. No se trataba de alguna guerra, tampoco un accidente nuclear. No.

Lo que mis ojos estaban viendo, reflejados en bravas aguas que se acercaban, en tornados que parecían marcharse y en nubes que ahora tronaban sobre mí, era que la Naturaleza se había cansado de nosotros.

5 de agosto de 2010

Alimentos transzombiescos



Llegué a casa corriendo. La mutación estaba de nuevo haciéndose con mi organismo y debía tomarme la vacuna cuanto antes. El Gobierno podía decir lo que quisiera, pero estos efectos secundarios de sus alimentos eran un engorro. Para no hablar más, uno tan solo debe fijarse en el estado en que ha quedado mi padre –atado en el cobertizo por su ansia de carne humana– para convencerse de que los ahora llamados alimentos transzombiescos no son tan “inocuos” como pretenden desde El Noticiero en televisión.


Lo peor es que tenemos un estado militarizado y con armas suficientes para explotar el mundo entero pero que niega este fenómeno, pues aceptar que hay zombies en nuestras calles es aceptar que la comida gubernamental no es sana. Al menos han repartido vacunas con el pretexto de que “ayudan en las dificultades digestivas”...


Me inyecté la vacuna y deseé escupir a la fotografía del Líder. Yo no lo voté, como ninguno de los ciudadanos de este país. Llegó por la fuerza y ahora todos debemos tenerlo en la cocina y en la sala de estar. Eso o, créeme, la alternativa sería peor que el actual estado de mi padre.

3 de agosto de 2010

Creencias infantiles


Cuando era pequeña creía firmemente en la existencia de los gnomos de jardín. Pero no esas entrañables figuritas de cerámica que decoran algunos jardines. No. Para mí esos eran simples representaciones caricaturescas de los verdaderos gnomos de jardín. Imagino que mi creencia en dios me servía como comodín para pensar que, si ese misterioso ser tenía, en efecto, existencia, otras tantas criaturas también podían hacerlo. Eso sí, si me hubieran preguntado acerca de dragones, elfos, unicornios y ogros me hubiera reído de lo lindo con toda mi inocencia infantil al pensar que alguien pudiera creer en semejantes tonterías. Es más, una vez me peleé con un compañero de clase, tenía entonces unos seis años, porque él defendía la existencia de un ogro. Es más, me aseguraba que él lo había visto. Me peleé con él no porque no creyera lo mismo que yo, sino porque su insistencia acerca de que realmente existía me hacía pensar que él creía, aún más firmemente que en su ogro incluso, que yo era tonta. En cambio, mi mejor amiga, Paula S., pensaba que las hadas eran reales y yo siempre la respeté.

Hoy ya he superado todas esas tonterías acerca de dioses, hadas, gnomos y ogros. Pienso que para una mente infantil es bueno pensar en esas cosas, expanden la imaginación. En cambio, me parece un poco peligroso –patológico incluso- que una persona adulta crea aún en tales tonterías. Simplemente es irracional.

Yo ya no creo en la existencia de gnomos y, de la misma manera que los adultos se reían de mi credulidad, hoy día se escandalizarían si aún siguiera creyendo en eso. No entiendo en qué momento del razonamiento dios quedó excluido. ¿Será por las pruebas aportadas que demuestran su existencia? No hay ninguna que no sean malabarismos lingüísticos o falacias filosóficas. También es cierto que no hay ninguna prueba concluyente de su no-existencia, pero… ¿Quién se va a molestar en probar la no-existencia de los gnomos de jardín? Si fuera yo la que cree en ellos, debería ser yo la que probara al mundo que es cierto y que no estoy enferma. La única diferencia sería que, mientras yo al creer en los gnomos de jardín estoy sola, los que creen en dios disfrutan de una cómoda y bien manipulada histeria colectiva.

Y si a veces aún me molesto y revuelvo contra tales estupideces es porque, de alguna manera, me recuerdan a aquel niño que estaba empeñado en haber visto a aquel ogro en el que yo no creía y de tanto intentar convencerme me sentía insultada.

1 de agosto de 2010

Vacaciones de verano



La vista desde el autobús de aquella tostada e infinita pradera me devolvió los recuerdos de mi infancia. No había nostalgia en ellos. Tampoco alegría. Solo una casa de madera con un río que pasaba por detrás y que podía verse desde la ventana de la cocina. Viví allí desde mi nacimiento hasta que cumplí los doce años, poco después de que mi madre muriera. Mi padre me dijo que me iba a venir muy bien el cambio de aires, pero ahora sé que lo hizo por él. No podía seguir viviendo en aquella casa cargada de pasado, aunque tampoco le hacía falta una casa para seguir llevando a mi madre cada día en su corazón. Al menos tuvo el detalle de esperar a que cumpliera la mayoría de edad para volarse la cabeza. Sufrió mucho durante aquellos seis años que esperó hasta volver a reunirse con mi madre.