9 de agosto de 2010

De principio a fin (Una biografía)



Nací en el seno de una familia acomodada, como tantos otros. Mi padre era el dueño de distintas empresas, que había levantado gracias al capital generado por mi familia paterna a lo largo de los siglos. Mi madre era también una envidiable heredera, aunque más que por capital, por títulos. A sus tan solo dieciséis años de edad era ya, por la muerte de mi desconocida abuela, la duquesa de Macondo. Título que nos pertenecía desde la IV Revolución, que por cierto fue iniciada aquí en mismo, hará ya cuatrocientos años. Los pocos que acuden a los libros para comprobar la historia, entre los que me incluyo, defienden que nuestro título no es lícito, pues esta enorme ciudad, que antes no era más que una simple aldea, se fundó con una idea muy distinta a la de los títulos nobiliarios.

No me quejo. Tuve una infancia feliz, en la que zigzagueaba entre mis juegos en el campo y las idiosincrasias de mi madre. Mi padre no era un padre esquivo como el de muchos de los amigos que yo tenía entonces. Estaba poco en casa, lo admito, pero cuando estaba se hacía notar. Jugaba conmigo y con mis dos hermanas hasta el aburrimiento, compensando las veces que no había podido estar allí.

Al cumplir los doce años me mandaron a un colegio muy lejano, en Suiza, donde me dijeron que iban a completar la educación que allí me habían dado. No sé si completar es la palabra, yo diría cambiar para ser más justos. Pese a todo, estoy muy contento de aquellos cambios.

En el amor las cosas siempre me fueron bien. Fui un joven apuesto y brillante en las cosas que emprendía. Mis estudios en antropología me permitieron desarrollar mi mayor pasión: los viajes. A los treinta años de edad ya había conseguido visitar más de la mitad de las principales ciudades del mundo. Desgraciadamente jamás regresé a Macondo.

No me casé nunca porque jamás me gustaron las obligaciones de la vida marital. Pese a eso, siempre disfruté de sus posibles ventajas. Si tuviera que recordar un nombre, recordaría ahora el de Julia. Sus ojos castaños y su piel blanquecina siempre fueron un precioso aliciente para nuestros juegos.

No me rendí ante nada y cometí enormes errores. Jamás creí en ningún dios ni perdí el tiempo en la metafísica ni teorías imposibles.

Lo que ha terminado conmigo, al igual que hará con ustedes, ha sido la vida. Ahora me gana la partida, pero hubo tantas otras en las que fui yo el que reía.

No hay comentarios: