17 de agosto de 2010

H2O (basado en hechos reales)


Eran entre las diez y las once de la noche. No lo sé con precisión pues nunca voy con reloj –y mucho menos cuando estoy de vacaciones–, pero sé que el intervalo es el correcto porque salí de casa hacia las diez y mucho más tarde un reloj me sorprendió dando las once. Pero da igual, no creo que sea tan importante la hora. La cosa está en que era el comienzo de una noche de agosto, que yo estaba de vacaciones en una ciudad completamente extraña del caluroso sur del país y que, inexplicablemente, de pronto una terrible tormenta que arrastraba consigo la pertinente lluvia, los sorprendentes relámpagos y los estruendosos truenos, si se me permite la redundancia.

No sabía qué hacer. Yo había viajado a aquella ciudad esperando encontrarme calor, gente sofocada y lamentando tener que trabajar y no poder ir de vacaciones a algún lugar fresco como del que yo venía.
Yo creo que hago estas cosas precisamente porque cuando me harto del calor sé que puedo hacer las maletas y coger el primer tren, avión o lo que sea y volver a mi cómoda y fresca casa. Incluso puedo beneficiarme de las bondades de uno de mis vecinos y pedirle que me deje una cerveza y una jarra enfriándose en el congelador el tiempo suficiente para que cuando llegue estén en la temperatura exacta. Cosa que, por cierto, después de lo de esta noche, pienso hacer mañana.
No quiero irme del tema.

La lluvia torrencial comenzó a caer sobre mí, tan inesperada y helada como mal bienvenida. Mi vestimenta, desde luego, no preveía la lluvia. Yo tampoco, así que corrí. Corrí como si de napalm se tratara, intentando guarescerme, pero ningún portal había que pudiera darme socorro. Ningún saliente de ningún edificio quería darme cobijo. Y tuve que seguir corriendo.

Al fin vi una puerta cuyo grueso dintel de piedra parecía adecuado para esperar bajo él a que escampara, así que allí me coloqué. No sé el tiempo que estuve allí –si antes estuviste atento recordarás que no tenía reloj– pero ahora sé que aquella lluvia que miraba con admiración y enfado era mejor que lo que me venía encima. Nunca mejor dicho, por cierto.

La puerta que se encontraba detrás de mí se abrió de pronto, haciendo que un chorro de aire helado –inexplicable en esta ciudad y estas fechas– se colara en la casa a través de mí. Me giré y me encontré a una gruesa (¿el superlativo sería “grosísima”?) anciana que me miraba con los brazos en jarras, interrogante. Le pedí disculpas y le expliqué, por si no era demasiado obvio el por qué me encontraba allí. Me invitó a pasar y me negué. No estoy acostumbrado a la supuesta amabilidad de los sureños. Sé que por aquí prima la hipocresía y ese buen rollito que dicen tener no es tanto por la natural amabilidad como por la obligada vida social que da un clima que te permite salir a la calle durante gran parte del año. De todos modos, el problema es que además de hipócritas, son maleducados. En este caso, la anciana desoyó completamente mi negativa –e incluso mi invitación a marcharme en caso de que la molestara– y me agarró del brazo obligándome a entrar.

Lo reconozco, sentí miedo.

Una vez dentro de la casa me dio toallas limpias, de un color verde pistacho y con mucho olor a suavizante, y me invitó a darme una ducha de agua caliente. Yo estaba algo más tranquilo, pues mientras ella revolvía un armario buscando las toallas yo me había dado un discreto paseo para estudiar el sitio. No encontré nada inusual: La televisión encendida y a un volumen tremendo, un ventilador que desahogaba la terrible humedad que se había apoderado de esa casa, una mesa camilla sin hornillo, un sofá estampado de forma horrible y demás horteradas, como el muñeco de una mujer vestida de gitana encima del televisor, que uno espera, aunque raye en el tópico, encontrar en la casa de una señora que vive sola y, probablemente, cuyos numerosos hijos prefieren mantener alejada. Preví también por esto último que era una persona muy acostumbrada a sacar a las personas de problemas, costumbre que mantenía y ejercitaba siempre que le era posible, por supuesto. En este caso, yo se lo había servido en bandeja.

Me duché y agradecí la ducha caliente con todo mi corazón. El agua fría de lluvia parecía habérseme colado hasta el tuétano de los huesos y ahora era sustituida por la agradable sensación de calor. Cuando salí de la ducha me envolví en la toalla y salí a la habitación contigua, un reducto enano con una cama que parecía ser la habitación de invitados o algo así. Tal vez la antigua habitación del último hijo que salió de aquella casa.

Encontré sobre la cama ropa doblada y seca, que despedía el mismo olor a suavizante que la toalla, y empecé a vestirme. Fue entonces cuando escuché los once toques de un reloj en el pasillo.

La ropa en un principio me hizo sentirme ridículo. Se trataba de un pantalón amarillo de algodón y una camiseta blanca con letras azules del mismo material. Para colmo me estaban pequeñas las dos prendas. Me miré en el espejo del cuarto de baño para ver mi aspecto y fue cuando leí las letras de la camiseta: H2O. De la sensación de ridículo pasé a sentirme parte de un chiste que no entendía.

Mis zapatos estaban empapados, así que salí descalzo al pasillo. El ruido de la puerta de la habitación debió alertarla de que ya estaba listo, porque justo en el momento en que me asomaba ella hacía lo propio desde la puerta de lo que me parecía la cocina. Me invitó a ir donde ella y, una vez allí, sentarme en una silla plegable de madera frente a una mesita también plegable de plástico. El mantel era del mismo color que mis pantalones.

Me ofreció unas salchichas con patatas y huevo que devoré rápidamente. Aquellos huevos, he de reconocerlo, estaban deliciosos. Y cuando terminé me informó de que se iba a la cama. Al principio me sorprendió, pensaba que iba a esperar a que escampara. Pero luego pensé que me había ofrecido de alguna forma la habitación de invitados al dejar que me duchara allí en vez del baño que en ese momento podía ver al final del pasillo. Le pregunté a qué hora se levantaría al día siguiente y me miró con extrañeza. Yo le expliqué que era porque yo me iba a levantar temprano porque tenía cosas que hacer y entonces ella, muy sorprendida, me contestó que yo podía hacer lo que quisiera, pero lo que esperaba de mí era que me marchara en ese mismo momento de su casa. Ella tenía que acostarse, así lo marcaba su horario, y no pensaba hacerlo con un extraño en la casa. Salió entonces de la cocina, dejándome a mí estupefacto y sin moverme, como procesando la información, y volvió al poco con mi ropa mojada en una bolsa.

Le volví a preguntar, para cerciorarme bien, si esperaba que saliera de la casa en ese mismo momento o si podía esperar a que escampara. Me contestó, y atisbé cierta indignación en su voz, que esperaba que me fuera inmediatamente porque ella debía irse a la cama, que ya me había dado una ducha y había cenado, y nada me impedía, siendo joven y fuerte según ella, salir afuera y llegar adonde fuera que residiera. Como única excusa le expliqué que estaba descalzo y ella lo resolvió rápidamente quitándose las zapatillas de andar por casa que llevaba y pasándomelas con un puntapié cada una.

Me estaban pequeñas, lo sabía mucho antes de encajarlas –no hay otra palabra mejor– en mis pies, pero era mejor que ir descalzo. Así pues, me acompañó a la entrada, me invitó con una mano a que saliera y luego cerró la puerta detrás de mí, con la misma brusquedad con la que la había abierto.

Y allí me quedé yo, con ropa que me estaba pequeña y cuya combinación espantosa me hacía parecer un payaso, con unas zapatillas que casi me hacía resbalar por la acera mojada, una bolsa llena de ropa mojada y unas letras azules, bien grandes, en la camiseta que así rezaban bajo la lluvia: H2O.


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