15 de septiembre de 2012

A la Maga


Noches de melón y vino, así te gustaba llamarlas. Y ahora que acabo de darme el último baño que me daré en mucho tiempo, hasta que volvamos a encontrarnos y la bañera de un motel sepa proporcionarnos el amor que tu plato de ducha no supo darnos, recuerdo aquella época. Tú, con tus fantasías espantosas que hablaban de trucos de magia y cosas sin sentido, rompías siempre el silencio con algunas de aquellas carcajadas que yo sabía sacarte, arrancándotelas del corazón porque recuerdo que no querían salir, esa risa que posiblemente molestaba a los vecinos pero que a mí me fascinaba tanto, pues me recordaba aquellas risas infantiles que pronto tuvimos que abandonar para meternos en este mundo que no nos gusta, y que ahora tenemos que ahogar en esas noches, esas noches que tú las llamabas de melón y vino porque no querías aceptar que eran de vino de rosas, rosas que yo no quería regalarte por lo que teníamos que cenar melón ante la luz de aquellas velas. Mientras escribo estas letras me fumo el último cigarrillo, que me recuerda a un cementerio cuando pienso en el último baño, que me recuerda aquel cementerio junto al que paseábamos, tú ignorante, mientras te empeñabas en seguir el curso del río. Pero aquella noche no había melón, ni siquiera sabías que había cementerio, y si hubo algo de rosas tuviste que quedarte con las espinas. Pero luego supe sacarte una de esas risas tuyas, solo que no era en mitad del deseo de esos dos cuerpos que añoraban otras cosas pero que sabían encontrarlas en el otro. Y yo ponía música, ¿recuerdas aquella música? De un autor que solo yo comprendo y que antes te gustaba pero que ahora no, e hicimos el amor mientras un gato, solo uno, nos miraba. Y yo me preguntaba qué tenían aquellos bichos que quedaban siempre tan bien en un poema y tú me pedías que me callara, porque el gato no era tuyo, sino que tú eras de él y yo tenía que conformarme. Entonces encendíamos ese cigarro de la misma marca que aún fumo ahora y lo dejábamos morir sobrecalentado entre dos bocas que estaban demasiado ansiosas como para darse cuenta.

Pero no sabías entenderme y me decías que no me enamorara, y yo me porté bien y te decía que tú hicieras lo mismo pero no nos hicimos caso y ahora tengo que imaginarte y tú que leerme mientras recordamos, tú allá lejos y yo aún más distante, cómo sabía colarme entre tus piernas, esas piernas que me parecían perfectas y que ya me lo parecían cuando aún no había besado tus muslos.  Ni siquiera sé si estás muerta, pero yo aún te mantengo viva, como esos pequeños monstruos que los humanos necesitamos crearnos para mantener el miedo que nos sostiene vivos. Tengo que pensar en los baños futuros, porque no sé cuándo me daré el próximo, y siento todas aquellas botellas que no nos bebimos entre las sábanas, y el plato de ducha y el cariño que le cogí al maldito gato, que no era tuyo pero del que tuve que hacerme amigo para poder arañar, como él arañaba las paredes, los minutos que pasaba en tu compañía.

Y sé que me estás leyendo, porque me prometiste que no dejarías de hacerlo aunque estuviera dos años sin escribir, pero aún no sé recuperar el drama que tanto detestabas y por el que me decías que era imposible, y me llamabas loco y querías llamar a que me encerraran, sin servirte mis excusas de que era complicado, que no sabía hacerlo mejor por mucho que lo intentara. Que no era torpe, ni tan siquiera despiadado, que solo quería volar entre las nubes y mantenerme a la vez entre mis letras, pero estas no querían volar tan alto y por eso hablaba tanto de poesía (de otros) y de un cine que tú nunca habías visto y que no sabías si algún día encontrarías alguien con quien compartirlo, porque ese no era yo y tú lo sabías, por eso me pedías que me marchara cada noche a dormir entre los barrotes de mi cama. Y te prestaba libros que no sabía si leerías, porque eso podíamos compartirlo, y tú me decías que sí y que me contarías tus avances, pero no avanzabas porque yo no te dejaba con tantos mimos y ternuras, y a ti te gustaba y dejabas los libros a un lado para echarme a mí al otro, para redescubrir esas piernas que me parecían de fantasía. Y me hablabas de tatuajes y de resistencia al dolor mientras me practicabas placer entre gemidos, como si el dolor anduviera cerca de tanto goce, como si fuera irresistible que uno fuera seguido del otro. Pero entonces era yo el que no comprendía y tú me mirabas como al niño al que aún le queda mucho que aprender. Yo te decía entonces que esa era mi consuelo, pues quería morir sin haberlo visto todo, aunque fuera un listillo y quisiera que tú creyeses que sí, que tenía todas las respuestas y que podía ayudarte. Pero no podía. Entonces encendíamos la radio porque no queríamos que tristes pensamientos terminaran de hundirnos, luchábamos juntos en las tormentas del otro mientras el gato jugaba con mis calcetines, dándonos el apoyo que en ese momento cada uno necesitaba para recibir el empujón.

Pero en ningún hospital los compañeros de habitación reciben el alta al mismo tiempo, y creo que yo me curé antes que tú. Nunca te engañé, ya te dije que me curaba rápido, pero también que tenía empatía, que era mi condena y que ahora sufría porque tenía que irme de tu lado, dejándote con tus penas en esa habitación llena de humo, como los recuerdos. Tú no querías que yo te cuidara porque los sanos tratan mal con los enfermos, me decías, y me marché con la promesa de unas letras que tardaron mucho en llegar, porque no recordaba dónde vivías por muchas noches que yo pasara allí. Y ahora que llegan sé que lo hacen tarde, porque tú ya no eres la que recuerdo. Porque dejaste de ser la Maga para convertirte en otra cosa, menos cercana, más inquietante. Y aunque yo no pueda apartar de mí la imagen de tus piernas rozando mi espalda, como si lo viera desde arriba porque ya no estaba ahí tumbado en la cama, sino en las nubes procurando alzar mis letras mientras tú te aupabas sobre mí, sé que ya no estás ahí, que esas piernas magníficas pertenecen a otra persona. Pero aún tengo la esperanza de saberte encontrar, de hurgar aún más profundo y, aunque no sea ahora, terminar compartiendo contigo esa copa que sabes que te debo, porque nunca la pagué.

Y pese a que los cielos estrellados nunca nos hayan visto juntos porque no supimos hacer ese viaje, es posible que nos encontremos en él, cada uno por su lado, y como por casualidad aprendamos a respetarnos y dejes que sea ese chico loco de atar y tú la Maga con tus fantasías y curaciones milagrosas metidas en botellas del Nepal, suspirando porque hay demasiada gente en el mundo y tú quisieras matarlas a todas a base de remedios. Y por eso no querías tener hijos, y yo tampoco, y querías morir joven aún a riesgo de no encontrarnos, pues sabes que yo llegado el momento me mataré, si es que averiguo cuando es eso. Y siento tener que escribirte esto ahora, después de mi último baño y gastando el último cigarrillo, pero no sabía cuándo corresponder tus peticiones.

Me gustaría terminar con palabras hermosas, pero prefiero guardarlas para el futuro sin cerrar con puntos finales, porque no somos amigos de los finales y sabemos que la vida sigue, aunque tengamos que sufrir por el camino, pero sabiendo que nadie a quien amar es nadie a quien dañar. Etcétera...

Esperando que resucites.

8 de septiembre de 2012

Anodino

¿Saben de esos hombres que son capaces de renunciar al cielo, la gran metáfora mancillada de lo dionisíaco, tan solo para sentirse lo suficientemente humanos y poder continuar con sus vidas? Él pertenecía a ese reducido y masoquista grupo de personas deseosas de abandonar el calor de una mujer para poder mancharse los pulmones con el alquitrán de sus solitarios vicios, de sus penosas cavilaciones. Era de esos personajes adorables en la literatura pero odiosos en la cotidianidad de los días, de los que recordaba que tu vida no era como ese libro maravilloso y te dejaba averiguar que posiblemente la suya tampoco, pero que le importaba un pito.

Había llegado a su casa, colgado sus pertenencias en el clavo de la puerta y se había tirado en el sillón. Meditaba acerca de otros mundos que no eran el suyo, que creía conocer de sobra. No tenía nada que contarse, así que navegaba entre recuerdos, de los odiosos y sis se valía para construir ensueños que no le reconfortaban porque ya los conocía. Y no es que quiera aburriros con una historia que posiblemente ya hayan leído en otros miles de sitios. Historias sobre personajes que ya no cuelan, anclados en la memoria de aquellos tiempos de máquinas de escribir, de Hemingway y jazz. La vida ya por otros derroteros y sé que no interesan las crudas verdades, las pocas cosas auténticas que podemos encontrar. Ahora jugamos a reírnos con mensajes de 140 caracteres, colgar alguna foto insulsa para que todos sepan que seguimos vivos en alguna red social. Interesa tal vez la noticia incendiaria, nos alegramos de que todo se vaya al carajo para así poder tener algo de que hablar, algo que nos afecte lo suficiente como para reconocer de lejos la cara del miedo, un extraño sentimiento que conocemos solo a través de las historias de nuestros abuelos.

Nuestro personaje todo esto lo sabía también, él tenía su cuenta de Twitter y de cuando en cuando se marcaba el tango o le reía la gracia a algún avispado. Pero es que la vida sigue siendo como era cuando Joyce, solo que con máquinas más automáticas. Cuando dejamos que el humo se nos escape de entre los dientes murmurando por lo bajo que es una lástima no poder hacerlo dentro de un bar, tiritando tal vez de frío en la puta calle, porque sí, porque tus vicios son tuyos aunque no lo quieras reconocer en tus limitados caracteres, sabemos que nada ha cambiado demasiado. Que seguimos arrojados al mundo y que hasta ahora no ha venido otro cabrón a contarnos otro cuento que desdiga al francés, otro que no le dé excusas a esa multinacional que te suministra la nicotina para considerarte simplemente un consumidor. Un eslogan: "¿Nadie te invitó a nacer? Muérete tu solo con nuestra nueva promoción."

Se levantó, harto de sus propias musarañas y se sirvió el resto del café frío que le había quedado de aquella mañana. Encendió el ordenador y dejó que arrancara mientras a él le arrancaban las tripas los posos de ese café asqueroso.Nada de punto comes. Ni abrió el navegador que le increpaba con esos tres vistosos colores ("trabaje en la nube, así todos podremos conocer qué productos se adaptan mejor a sus necesidades, o crearle las necesidades que mejor se adapten a usted"), un simple editor de textos que le permitiera escribir algo sensato sin la acuciante cuenta atrás del recuento de letras. Miró la taza vacía y comprendió que no tenía mucho que contar.

La había dejado allí, plantada. Es posible que con una llamada de teléfono se hubiera solucionado todo mucho más rápido, pero creía en la necesidad de cuidar a las personas. Sexo y alguna que otra copa, luego la charla. No tuvo sexo por él, no le importaba. Lo realizaba con automatismo, solo para complacerla. Jadeos, posturas y sudor compartido en una habitación demasiado cargada. Luego el busco algo más, ese "no me mereces" suavizado con demasiadas palabras. La cara digna de la contertulia y el aire desesperado del juez, que quiere pasar por víctima. Luego vine la última copa, que para eso somos civilizados, y el consabido hasta la vista. Dos besos que saben a falso, pues se preferirían dos cuchilladas.

Cerró el programa, con la página aún en blanco, y dejó que la pereza le ahorcara mientras miraba el fondo de pantalla antes de darle a apagar sistema lentamente, aburrido. Volvió al sillón y abrió un libro, el último consuelo de los hombres sabios. -Bonita frase -pensó-. Y se lo repitió varias veces antes de empezar la lectura mientras meditaba si realmente se consideraba un sabio. En la obra más de lo mismo. Llega un momento en que todos los libros se parecen, o uno se va pareciendo a sus libros. Como si se envejeciera con ellos y ya te supieras la historia de tus amigos antes incluso de pedir la cerveza en el bar y sentarte. Y ya solo quedan las formas, la astucia o la gracia al contarte el triste cuento de su vida, la súplica de no aburrir al interlocutor con lo que él ya sabe. La sorpresa.

Tal vez por eso ahora escribimos en 140 caracteres, estamos tan aburridos que no tenemos tiempo para detenernos a contar una historia. Aún menos a leerla o escucharla. Ya nos la conocemos. -Nihil novum sub sole, que ya decían hace siglos. Pues imagínate ahora que tenemos la Wikipedia, millones y millones de personas con la única función de saturarte de información para que no sepas donde tienes la cabeza. Que te marea, que te trae y te lleva con los ojos cerrados -mientras decía todo esto volvía a encender el ordenador, el libro ya dado por perdido, con la esperanza de que su soliloquio le durara lo suficiente como para tener algo bueno que escribirse-. ¿Cómo se supone que puedo mantener una relación con una mujer que ni siquiera se preocupa en conocerme? Es posible que sea un bobo, que la búsqueda de lo auténtico termine inevitablemente con una escopeta explotando en mi cara -tecleó algunas letras y volvió a borrarlas. Nada de lo que escribiera podía sacarle esa comezón que tenía en la cabeza, una resaca de mediocridad que no sabía como sacarse del cuerpo.

Pensó en llamarla, en decirle que todo había sido un error, parte de un teatro en el que no le había informado que participaba. Una cámara oculta cuyo único espectador era él mismo. Promesas de sábanas calientes y una amodorrada compañía. Al menos el vino era bueno. Dejó el teléfono sobre la mesa (otro eslogan: "teléfonos inteligentes para personas cada vez más estúpidas. Acérquese a su tienda más cercana, le haremos una oferta que, hasta con su ridículo sueldo, no podrá rechazar". Mafiosos). Las dos de la mañana. Pensó en irse a la cama, pero estaba demasiado errante como para dormirse. Luego se acordó del café y pensó en la estupidez que había hecho. Otro cigarro, otra vez el recuerdo de aquellos bares cargados de humo. Al menos no tenías que soportar el olor a pis del viejo camarero. Pero ahora ni los bares estaban abiertos. ¿Qué día era? ¿Martes, miércoles?
-Ya hasta pensamos en 140 caracteres -refunfuñó, y se fue a la cama.

7 de septiembre de 2012

Una reflexión

El trabajo de juntaletras no sé que tiene que me fascina tanto. Y no hablo en el sentido de un trabajo remunerado, esos tiempos ya se fueron, sino en el sentido de realizar un esfuerzo para hacer que, en este caso, algo que no estaba ahí antes, aparezca. Acontezca dirían los más leídos.

5 de septiembre de 2012

El Infierno son los otros

Aquí os dejo el primer ejercicio después de estos dos años. Mi querida Elvira ya os avisa de que es un truño, pero con su ánimo condescendiente me invita a que lo publique y así ahogue el vacío en el que me he sumido estos últimos años. Así que valor (y estómago) a mis posibles lectores.

***
Cuando en la navidad de 1967 me dijo que las cosas cambiarían no pude imaginarme que lo harían de este modo. Y no me refiero a las revoluciones sociales que ya se respiraban, los grandes fracasos humanos y los pequeños avances científicos. Mi drama era un drama más pequeño que, saboreado desde la perspectiva de mi existencia, se hacía insoportable de vivir. Podrán llamarme egoísta, pero es que nunca tuve la arrogancia ni la suficiente experiencia en la mentira como para intentar parecer en lo más mínimo altruista, como la sociedad demandaba con todos sus movimientos y ya la televisión y demás medios masivos intentaban imitar con sus insulsos programas.

La paz mundial y esos rollos poco podían importarme cuando mi propio mundo, mi experiencia de él, eran un infierno. Si yo estaba en guerra, ¿por qué iba a desear lo contrario para los demás? Si yo ardía, ¿cómo no esperar que los otros ardieran conmigo? Mi historia no es una historia de viajes, héroes y grandes logros. La mía es una historia de salvajismo puro, de asco hacia el resto. Pero es que entonces no estaba mi cuerpo para mucha acción. El despecho, el rechazo y la humillación no es algo que un hombre pueda encajar con mucho empaque, de hecho yo ni lo intenté. Así, cuando se me vaticinó el gran horror en aquellas fastidiosas vacaciones, no podía ni entrever lo que realmente se me venía encima: el despojamiento de todos mis bienes, la supresión de mis derechos y, más adelante, la privación de mi libertad en el más amplio sentido. Pero no fue la cárcel lo que terminó con mi cordura y mi savoire faire, digamos que solo fue la consecuencia.
Ya antes de pasar a formar parte de un número, a ser un número mejor dicho, perdido entre un mar de cifras y papeles de la burocracia, de estar al amparo de lo que unos señores desde una tribuna quisieran decidir por mí, había perdido toda facultad de elección. Al perder lo que realmente me importaba, de no existir verbo alguno que me permitiera realizar las acciones que realmente quería ejecutar, ¿qué sentido tenía decidir sobre esto o aquello? ¿Qué importancia podía tener el comer bistec o intestinos? Y eso que yo era un gran amante de la cocina...

Hay personas a las que parece molestarles que todo se remita a un hecho. Defienden que la vida es un cúmulo de ellos, que uno solo no tiene importancia. Bobadas. Hay demasiadas personas con un título que solo se han hartado de vomitar las mismas palabras que tuvieron que aprender sin molestarse siquiera en pensarlas, sin atreverse a aportar nada nuevo. Creo que mi psiquiatra era una de esas y yo una víctima de ese sistema de enseñanza. Cuando yo me remito a aquel fin del otoño lo hago con todas sus consecuencias. Fue entonces, únicamente entonces, cuando tuve la oportunidad de desdecirme, de aceptar lo que se me decía y corregir lo que había venido haciendo, de salvarme. Cuando se me condenó en el juicio, nada importaban realmente mis tropelías, el alcohol bebido de más, los robos ni los insultos al tribunal, pues de lo que realmente se me juzgaba, aunque ni ellos lo supieran, era de sordera, de cobardía, ceguera u orgullo, pongan aquí lo que quiera. El hecho es que si entonces, y solo en aquel entonces, hubiera reaccionado ante aquellas palabras de advertencia, nada de esto hubiera ocurrido. Posiblemente yo hubiera seguido pagando mis impuestos, mi jefe seguiría teniendo su coche en perfecto estado y aquella estúpida señora con el bonito collar al cuello aún podría pavonear de él por la calle. Posiblemente incluso, tampoco me atrevería a asegurarlo, algún que otro de mi grupo de alcohólicos al que me obligaron a acudir aún se mantendría sobrio, luciendo su estúpida medalla como si realmente ella fuera a solucionarle los problemas que le habían llevado a su situación.

Tampoco importa ya, es lo que tienen los fracasos. Dicen que si aprendes de ellos se convierten en un logro, pero eso es otra mierda bien pensante, como las chorradas acerca del Universo, ese pedazo enorme de materia en movimiento, que dicen que puede llegar a interesarse por uno con solo desearlo. Gilipolleces que sueltan algunos para engrosar su cuenta corriente y que algunos idiotas se sientan mejor en la contingencia de sus vulgares vidas. Mi fracaso era un fracaso, punto. Y, además, era uno de esos fracasos que no tienen solución, como sí lo son otros: perder la lotería, suspender un examen o tener un gatillazo en pleno polvo rutinario. ¿Soez? Puede, pero real como la vida misma.

Aún recuerdo aquella cena. Era una cena como antes me gustaban, con su pavo trufado y demás mierdas, algo que muchos (no todos) con los que comparto comedor a día de hoy no han podido soñar siquiera. El vino no era muy bueno, había retrasado su compra por diferentes motivos y aquel día al salir del trabajo no encontré ningún lugar decente donde poder comprar una botella, así que me tuve que conformar con un Merlot de dudosa cosecha que me vendió un restaurante a precio de bodega. No podía quejarme y ellos tampoco, era un buen cliente entonces. Las cosas se sucedían con normalidad, aquella hipocresía para la que uno tenía que ensayar el estómago a lo largo de todo el año y con especial fuerza los días previos. Familia, sobrinos cargantes y aburridos como sus padres y viejos chocheantes a los que nadie les hacía el favor de dejarles pudrirse en sus asilos. Entiendo que esa privación de la libertad tiene que ser mucho más espantosa que la que vivo yo ahora. Y entre conversación y conversación, el aviso. Susurrado a la oreja como el que dice un secreto picante para que vaya despertándose el deseo durante la velada, un suspiro inoportuno al que prefieres no hacer caso pero que te deja el picor en los tímpanos por no lograr acceder al cerebro. Y así, con otra copa de aquel vino que no terminaba de aprobar, cerré para siempre la puerta de mi destino. O al menos del destino que yo había pensado que tendría.

Ahora me quejo, pero imagino que aquella noche algo ganaba. Aunque solo fuera la comodidad de dejar pasar las horas hasta que aquello terminara sin más tortura que la ya esperada. Pero al día siguiente, cuando a horas tardías uno comenzaba la rutina de todos los años ese día, el de levantarse con el estómago pesado, sin más ganas que un café y sofá, televisión en vez de adormidera, un resquemor impaciente fue haciéndose conmigo. No llegué a terminar de poner la cafetera, no encontraba por ningún lado nada con lo que poder encender el hornillo de la cocina, y ya la realidad se había chocado conmigo y marchado sin pedir perdón siquiera. Una maleta hecha, algo de dinero sobre la mesa del comedor atiborrada de sobras. Ni una palabra, solo dos símbolos de lo que sería mi vida a partir de entonces.

El resto de la historia no tiene sentido, pues todo ocurrió ahí, todo se paró ahí. Ni mis quejas y sentimientos, mis excusas. Nada. Ni las obligaciones sin cumplir ni las consecuencias de eso. Si dos años más tarde terminé con mis huesos en la que es ahora, y por mucho tiempo, mi habitación fue por aquel susurro sin escuchar en medio del bullicio. Aquella alerta, que era la reminiscencia, el último grito de auxilio de tantas otras, que ignoré por última vez. Y aunque lo parezca, tampoco me quejo. Aquí al menos si llamo a alguno hijo de puta lo más probable es que esté acertando de lleno.



Show must go on

Disculpen el título de la entrada, pero es que realmente debe hacerlo, no me llevo bien con las cosas nuevas y esos dos intentos de blogs son un claro ejemplo. Por otro lado, no se me da bien terminar lo que he empezado y no entiendo por qué este sitio tiene que ser una excepción. Así, y llevado por la máxima de los sabios que es la de rectificar, voy a intentar tomar de nuevo el control sobre este blog -y sobre mí mismo- y escribir de nuevo.
Disculpen si la calidad de lo escrito se reduce, pero tengo aún mucho que recobrar.

Un saludo y gracias a todos.