8 de septiembre de 2012

Anodino

¿Saben de esos hombres que son capaces de renunciar al cielo, la gran metáfora mancillada de lo dionisíaco, tan solo para sentirse lo suficientemente humanos y poder continuar con sus vidas? Él pertenecía a ese reducido y masoquista grupo de personas deseosas de abandonar el calor de una mujer para poder mancharse los pulmones con el alquitrán de sus solitarios vicios, de sus penosas cavilaciones. Era de esos personajes adorables en la literatura pero odiosos en la cotidianidad de los días, de los que recordaba que tu vida no era como ese libro maravilloso y te dejaba averiguar que posiblemente la suya tampoco, pero que le importaba un pito.

Había llegado a su casa, colgado sus pertenencias en el clavo de la puerta y se había tirado en el sillón. Meditaba acerca de otros mundos que no eran el suyo, que creía conocer de sobra. No tenía nada que contarse, así que navegaba entre recuerdos, de los odiosos y sis se valía para construir ensueños que no le reconfortaban porque ya los conocía. Y no es que quiera aburriros con una historia que posiblemente ya hayan leído en otros miles de sitios. Historias sobre personajes que ya no cuelan, anclados en la memoria de aquellos tiempos de máquinas de escribir, de Hemingway y jazz. La vida ya por otros derroteros y sé que no interesan las crudas verdades, las pocas cosas auténticas que podemos encontrar. Ahora jugamos a reírnos con mensajes de 140 caracteres, colgar alguna foto insulsa para que todos sepan que seguimos vivos en alguna red social. Interesa tal vez la noticia incendiaria, nos alegramos de que todo se vaya al carajo para así poder tener algo de que hablar, algo que nos afecte lo suficiente como para reconocer de lejos la cara del miedo, un extraño sentimiento que conocemos solo a través de las historias de nuestros abuelos.

Nuestro personaje todo esto lo sabía también, él tenía su cuenta de Twitter y de cuando en cuando se marcaba el tango o le reía la gracia a algún avispado. Pero es que la vida sigue siendo como era cuando Joyce, solo que con máquinas más automáticas. Cuando dejamos que el humo se nos escape de entre los dientes murmurando por lo bajo que es una lástima no poder hacerlo dentro de un bar, tiritando tal vez de frío en la puta calle, porque sí, porque tus vicios son tuyos aunque no lo quieras reconocer en tus limitados caracteres, sabemos que nada ha cambiado demasiado. Que seguimos arrojados al mundo y que hasta ahora no ha venido otro cabrón a contarnos otro cuento que desdiga al francés, otro que no le dé excusas a esa multinacional que te suministra la nicotina para considerarte simplemente un consumidor. Un eslogan: "¿Nadie te invitó a nacer? Muérete tu solo con nuestra nueva promoción."

Se levantó, harto de sus propias musarañas y se sirvió el resto del café frío que le había quedado de aquella mañana. Encendió el ordenador y dejó que arrancara mientras a él le arrancaban las tripas los posos de ese café asqueroso.Nada de punto comes. Ni abrió el navegador que le increpaba con esos tres vistosos colores ("trabaje en la nube, así todos podremos conocer qué productos se adaptan mejor a sus necesidades, o crearle las necesidades que mejor se adapten a usted"), un simple editor de textos que le permitiera escribir algo sensato sin la acuciante cuenta atrás del recuento de letras. Miró la taza vacía y comprendió que no tenía mucho que contar.

La había dejado allí, plantada. Es posible que con una llamada de teléfono se hubiera solucionado todo mucho más rápido, pero creía en la necesidad de cuidar a las personas. Sexo y alguna que otra copa, luego la charla. No tuvo sexo por él, no le importaba. Lo realizaba con automatismo, solo para complacerla. Jadeos, posturas y sudor compartido en una habitación demasiado cargada. Luego el busco algo más, ese "no me mereces" suavizado con demasiadas palabras. La cara digna de la contertulia y el aire desesperado del juez, que quiere pasar por víctima. Luego vine la última copa, que para eso somos civilizados, y el consabido hasta la vista. Dos besos que saben a falso, pues se preferirían dos cuchilladas.

Cerró el programa, con la página aún en blanco, y dejó que la pereza le ahorcara mientras miraba el fondo de pantalla antes de darle a apagar sistema lentamente, aburrido. Volvió al sillón y abrió un libro, el último consuelo de los hombres sabios. -Bonita frase -pensó-. Y se lo repitió varias veces antes de empezar la lectura mientras meditaba si realmente se consideraba un sabio. En la obra más de lo mismo. Llega un momento en que todos los libros se parecen, o uno se va pareciendo a sus libros. Como si se envejeciera con ellos y ya te supieras la historia de tus amigos antes incluso de pedir la cerveza en el bar y sentarte. Y ya solo quedan las formas, la astucia o la gracia al contarte el triste cuento de su vida, la súplica de no aburrir al interlocutor con lo que él ya sabe. La sorpresa.

Tal vez por eso ahora escribimos en 140 caracteres, estamos tan aburridos que no tenemos tiempo para detenernos a contar una historia. Aún menos a leerla o escucharla. Ya nos la conocemos. -Nihil novum sub sole, que ya decían hace siglos. Pues imagínate ahora que tenemos la Wikipedia, millones y millones de personas con la única función de saturarte de información para que no sepas donde tienes la cabeza. Que te marea, que te trae y te lleva con los ojos cerrados -mientras decía todo esto volvía a encender el ordenador, el libro ya dado por perdido, con la esperanza de que su soliloquio le durara lo suficiente como para tener algo bueno que escribirse-. ¿Cómo se supone que puedo mantener una relación con una mujer que ni siquiera se preocupa en conocerme? Es posible que sea un bobo, que la búsqueda de lo auténtico termine inevitablemente con una escopeta explotando en mi cara -tecleó algunas letras y volvió a borrarlas. Nada de lo que escribiera podía sacarle esa comezón que tenía en la cabeza, una resaca de mediocridad que no sabía como sacarse del cuerpo.

Pensó en llamarla, en decirle que todo había sido un error, parte de un teatro en el que no le había informado que participaba. Una cámara oculta cuyo único espectador era él mismo. Promesas de sábanas calientes y una amodorrada compañía. Al menos el vino era bueno. Dejó el teléfono sobre la mesa (otro eslogan: "teléfonos inteligentes para personas cada vez más estúpidas. Acérquese a su tienda más cercana, le haremos una oferta que, hasta con su ridículo sueldo, no podrá rechazar". Mafiosos). Las dos de la mañana. Pensó en irse a la cama, pero estaba demasiado errante como para dormirse. Luego se acordó del café y pensó en la estupidez que había hecho. Otro cigarro, otra vez el recuerdo de aquellos bares cargados de humo. Al menos no tenías que soportar el olor a pis del viejo camarero. Pero ahora ni los bares estaban abiertos. ¿Qué día era? ¿Martes, miércoles?
-Ya hasta pensamos en 140 caracteres -refunfuñó, y se fue a la cama.

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