13 de junio de 2010

Palabras neutras (un amor inconcluso)


El dinero no nos proporciona amigos, sino enemigos de mejor calidad.

Noséquién



Nacido en un pequeño pueblo, P. Aster nunca supo exactamente lo que significaba mantener una amistad de las llamadas “de largas distancias”. No al menos hasta que publicó su primer libro, tras lo cual la fuerza de su fama le llevó a recibir innumerables cartas de sus lectores. Algunas le llamaban más la atención que otras, como es normal, pero hubo una que consiguió aprisionar su espíritu con una violencia tal que no pudo evitar enamorarse de su remitente, sin saber siquiera el sexo al que pertenecía. Todo en la carta era tan neutro como evocador, una maravilla incomparable con nada que se hubiera escrito alguna vez.

Se atrevió a contestarla en lo que le parecía ya una miserable prosa, la suya, y desde entonces mantuvieron una relación epistolar muy intensa. Tanto es así que parte de estas misivas terminaron, años más tarde y en una decisión aunada, siendo publicadas en un relato pornográfico que consiguió devolverle a este casi olvidado género literario la fama alcanzada en épocas pasadas.

Nunca llegaron a verse, pero P. Aster creía firmemente –y así lo mantuvo hasta el mismo día en que el cáncer de pulmón lo arrastró a quitarse la vida de un disparo- que jamás había conocido a una persona de una forma tan profunda y con tanto lujo de detalles en toda su vida. Uno de los motivos, según él siempre pensó, es que la literatura no deja lugar a mentiras, a medias verdades o confusiones: La palabra hablada se sostiene en el lenguaje corporal, solía decir, y es por esto que caemos en engaños. Hemos olvidado como habla nuestro cuerpo.

No contento con enviarse cartas –es sabido que la pasión florece más y más cuando se afianza el cariño- comenzaron a escribirse diarios, que luego enviaban como podían, pues apenas cabían por la rendija del buzón. Más tarde los diarios se quedaron cortos y fue sustituida por la novela, que debían facturar previamente en oficinas para poder mandarlas. Estos textos volaban de un lado a otro del país semanalmente, con la rapidez que solo el amor puede darle a los imposibles. Fue en sus últimos días de vida, estando P. Aster en cama y pensando ya en cómo quería irse, cuando escribió aquella enciclopedia, dedicada por completo a aquel remitente desconocido que algún día lo conquistó.

P. Aster, cuando murió, tenía en su colección más de ocho millones de cartas, doscientos ocho mil diarios y cinco mil novelas en su poder, guardado todo de forma tal que parecía que iban a hacer explotar la casa.
Pocas semanas después de su muerte llegaron los de la editorial, señores que parecían muy enfadados, y comprendieron que eso no se podía quedar ahí, hacía un feo al mundo de la escritura, así que resolvieron repartir todo el material entre todos los  escritores, para que cada uno firmara una obra, y así poderla publicar como era debido. No se sabe muy bien por qué pero, cada vez que una de esas obras terminaba de ser imprenta por completo desde el primer hasta el último volumen, estos decidían desaparecer, para no volver a ser encontrados nunca.

Una vez los editores, publicistas, falsos autores y público expectante se cansaron de esta jugada de los libros, ya había más de cuatro mil millones de ejemplares, repartidos en varias colecciones y firmados por más de un millón de autores distintos, escondidos en algún lugar del planeta.

Dicen que nunca fueron encontrados.

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