9 de junio de 2010

A(simil)izaciones generacionales


Era la primavera de 1994, justo un día después de mi decimotercer aniversario. Recuerdo nítidamente aquella mañana en la que bajé las escaleras aún medio dormido, me crucé con aquel gigantesco número trece en la puerta de la cocina y, al abrirla, la escena de mi madre llorando delante de la televisión. Son de estas cosas que luego el cine intenta expresar poniendo la cámara lenta y tiñéndolo todo con un incierto aire nebuloso. ¿Qué pasa?, la pregunta resuena en mi cabeza como un eco de ultratumba. Ha muerto, fue la respuesta que me llega desde el recuerdo. Luego la escena se transfigura en mi cabeza y, aunque sé que en realidad seguíamos en la cocina y que ella ya se había tranquilizado, ahora aparecemos en su habitación, ella sentada en su cama y yo sobre sus rodillas. Me coge la cara entre sus manos, me besa y me dice mirándome a los ojos, como para que me diera perfecta cuenta de la importancia del asunto, que Kurt Cobain había muerto. Nada más terminar la frase otro ataque de llanto que no puede contener en su garganta la devuelve a la desesperación.

Pero esa es la ensoñación.

Lo que realmente pasó fue que, tras decirme aquello, me quedé allí plantado mirándola mientras comprendía que aquel regalo que me habían hecho el día anterior no tenía ningún sentido. Veía a mi madre disimular el llanto y no podía soportar la idea de que yo tenía uno de esos inventos relativamente recién adaptados para los hogares de clase media del país esperándome en la sala de estar. Los pelos largos y ondulados se le pegaban a la cara, mientras bebía un vaso de agua para que se le pasara el sofoco, y yo decidí que no quería uno de esos estúpidos ordenadores, que ya no tenía sentido ninguna de esas mierdas. Fui corriendo a la sala de estar y me lié a patadas con todo el equipo hasta que mi madre, sorprendida por el estrépito, dejó su llanto y vino a ver lo que pasaba. Cuando entró me encontró con un pie metido dentro del sobremesa y el teclado con cinco o seis teclas menos entre las manos. Se quedó ahí quieta durante un rato y luego se echó a reír.

Aquel día en que vi a mi madre llorar por la muerte de Kurt Cobain decidí dos cosas: Que yo también quería que mi muerte fuera llorada así y que quería a mi madre. Poco más tarde comprendí que lo primero necesita años y años de dedicación, pero jamás he podido superar el hecho de que ella tan sólo me diera siete meses desde aquello para demostrarle lo segundo.

***

Crecí, etc. No me malinterpreten, no maduré. Como tantos otros de mi generación, estudié una carrera, sí. Me fui al extranjero durante un tiempo e, incluso, tuve la dudosa certeza de ser padre del hijo de una tal Lidia antes de cumplir los 22. La carrera elegida es insignificante, ahora trabajo limpiando y conduciendo un coche que ni me pertenece. Soy chófer y probablemente hable al menos un idioma más que mi jefe, tenga más estudios que él y, en definitiva, esté más preparado para la vida en general. ¿Por qué conduzco yo entonces? Porque a mí me la suda.

Mi madre se peleó contra todos los sistemas conocidos saltando de un país a otro (incluso tenía una foto con el comandante Guevara), reivindicó derechos para las mujeres que fueron convertidos en simples eslóganes políticos, perdiendo toda su credibilidad. Le pegó fuego a un banco, se ató a árboles y levantó miles de quejas y manifestaciones por la educación. Hizo todo eso y más mientras criaba a un hijo y aceptaba el hecho de que su marido la abandonara. Yo luché contra la L.O.U y, tras eso (más la experiencia heredada de mi madre), decidí que todo estaba amañado de antemano y que no valemos una mierda en esta sociedad que se llama democrática para tenernos calladitos, más o menos como decía Marcuse. Mi vida es el ejemplo: conduzco un coche, arrastrando una carrera de cinco años más una especialidad de dos, llevando de un lado para otro a un negado, pero la sociedad se dedica a recordarme que el inadaptado soy yo.

Es curioso. En estos países que estamos construyendo, poco a poco son las personas más civilizadas las echadas a un lado.

Yo quería que mi muerte fuera llorada como la de Kurt, pero no me di cuenta en aquel entonces –realmente no podía saberlo aún- que él pertenecía a una generación que sí sabía valorarlo. Yo, a nueve meses de convertirme en un treintañero, he tenido que recorrer los años noventa. Solo un siglo que tuvo dos guerras mundiales podía tener un final así de deprimente. Y si de generaciones hablamos, no sé cómo hemos podido criar a una horda tan enorme de gilipollas, malcriados, vacíos, inútiles y depresivos como la perteneciente a la de los años noventa.

El funeral fue bastante bullicioso. Me refiero al de mi madre. En el fondo era un personaje político importante; aunque ella lo detestara, esos cabrones lograron convertirla en un muñeco representativo. Un partido conseguía agenciársela –yuyus políticos mediante- y luego, cuando ella ponía dicho partido a parir, ellos aparecían en televisión dándole la razón y prometiendo cambios. Al día siguiente comenzaban con sus bombas de humo mientras hacían como que solucionaban algo. Creo que mi madre murió al comprender que habían logrado convertirla en publicidad.

Lo dicho, te absorben, te asimilan y te desechan.

Un hombre y una mujer de unos sesenta años y que decían ser mis tíos se hicieron cargo de mí. La verdad es que se lo puse fácil a ellos y ellos me lo pusieron fácil a mí. Francisco y Rosa, así se llamaban, se preocupaban de que comiera y vistiera bien y yo de no molestarlos evitando estar en la misma habitación que ellos. Al cumplir los dieciocho años, y con un trabajo como repartidor de prensa como aval, hice mi bolsa de viaje –una reliquia de piel heredada de mi madre y tan llena de parches de distintos países que mareaba- y me largué sin decir ni adiós. Aún hoy no he vuelto a saber nada de ellos.

Al día siguiente, y como todos los 8 de abril desde 1995, visité la tumba de mi madre en el cementerio y me marché de la ciudad en autobús. Pensaba volver a aquel cementerio al año siguiente, como había hecho siempre, pero la suerte quiso que hasta cinco años después no pudiera hacerlo.

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