Un charco no es el mejor lugar para terminar tu vida, y eso es algo que Jaime sabía; mojado, lleno de fango y sin fuerzas para levantarte e impedir que la misma lluvia te ahogue, no es la manera en la que un luchador deba irse de aquí a lo absoluto. Lo peor de todo es que su muerte estaba resultando ser una de tantas muertes anónimas. Su agonía no servía ni como entretenimiento para un viandante sádico. Solo estaba él, él y la muerte, de la misma forma en la que, a lo largo de su vida, solo había estado él para enfrentarse a los problemas.
Él, que había remontado el vuelo todas las veces necesarias, que había luchado día tras día en esa especie de jungla que es la ciudad por un trozo más del pastel, que había sabido conquistar a la mujer adecuada, Simone, por encima incluso de Rodrigo, aquel que en su juventud era considerado el macho alfa del parque y que terminó en una azotea con las tripas al aire. ¡Tanta bravuconería para, finalmente, convertirse en comida para cuervos!, se había dicho sobre aquel incidente en el barrio, y Jaime no había dicho nada, pues sabía que ese podía ser el destino de él o de cualquiera de sus amigos. Nadie estaba a salvo de esas mafias blancas en esa asquerosa ciudad.
Había intentado marcharse, pero tenía demasiadas ataduras en aquel lugar; para empezar su familia. Ésta estaba compuesta por todos sus compañeros, los cuales eran en su mayoría huérfanos o, como él, jóvenes que habían decidido saltar del nido a una edad demasiado temprana como para que las cosas le salieran bien. Antes o después todos habían terminado en el mismo lugar, apoyándose en lo que podían e intentando reunir la comida suficiente para todos cada día. No era fácil, pero lo habían ido logrando.
A causa de la delicada vida que llevaban y que los mayores se sacrificaban por los más pequeños, Jaime se había quedado rápidamente a cargo de una gran comunidad que no paraba de crecer, y sus responsabilidades como cabecilla lo tenían ocupado todo el día. Ya no tenía tiempo ni de disfrutar de aquella vista que tanto le gustaba desde lo alto de la torre de la iglesia. Desde allí, en la posición adecuada, se podía ver cómo los edificios dejaban entre ellos una brecha que llegaba hasta las afueras de la ciudad, permitiéndole a Jaime disfrutar del campo desde el mismo centro de la urbe que lo asfixiaba.
Pero ya no había campo, ni tan siquiera la oportunidad de escaquearse durante unas horas en el trabajo. No. Tenía que dar el ciento cincuenta por cien en todo lo que hacía o sus “pequeños”, como había terminado llamándolos, nunca terminarían de levantar el vuelo y ser libres como a él le hubiera gustado serlo.
Poco a poco se fue acostumbrando y, al contrario que sus predecesores, él supo aguantar el tiempo suficiente como para instaurar un buen gobierno. Nombró a sus subalternos, estableció unas leyes dentro de la comunidad, horarios de trabajo para que ninguno trabajara más que otro, racionó la comida y vigiló para que nadie la escondiera, generando incluso sobrantes –cosa que le permitió comerciar con otras comunidades menos ordenadas-. Y pronto logró que su familia, que, de 30 miembros con los que contaba cuando lo convirtieron en el pater familie, tenía ahora 50 muchachos fuertes y dispuestos, si fuera necesario, a dar la vida por él.
La prosperidad le sonreía y no dejó de sonreírle. Le reconocieron hasta un territorio dentro de la ciudad –desde el parque en el que revoloteaba cuando era niño hasta el taller de motos del viejo Tin (un coreano emigrado que no sabía apenas el idioma pero que se las arreglaba muy bien con los motores), taller que quedaba muy cerca del campanario de la iglesia, al que ahora podía volver con cierta regularidad-.
En el barrio se le puso nombre a su banda, Los piratas les llamaban, y consiguió el respeto ante los miembros de las mafias blancas que él tanto había odiado siempre. Si un miembro de Los piratas se cruzaba en el camino de cualquier integrante de alguna mafia, el pirata podía seguir su camino sin desviar la ruta sin que el otro lo molestara. Esto había sido un gran paso para la supervivencia de todos aquellos jovenzuelos que, como Jaime en su día, estaban empezando a comprender el significado de la palabra “vida”.
Y pasó el tiempo, y Jaime y sus piratas vivían en paz, y la ciudad vivía tranquila, y las mafias blancas molestaban menos, y la ciudad crecía y cada vez esa brecha entre los edificios era menor. Y Jaime decidió abandonar la ciudad.
Lo dejó todo dispuesto, incluso su sucesor. Hubo más lágrimas que alegrías por su marcha –siempre algún envidioso hay-. Dio un bonito discurso en el que hablaba de los sueños, los sueños que todos ellos debían tener y buscar cumplir. Habló también de lucha y esperanza, de fortaleza. Les dio las gracias a todos por su comprensión en los momentos en los que había podido equivocarse y se despidió dándoles ánimos para que continuaran lo que él, con todo el esfuerzo con el que había contado, había empezado para que ellos pudieran ser felices.
Y se marchó.
Y pocos días después se encontraba perdido dentro de su propia ciudad, una ciudad que había crecido demasiado mientras él levantaba su reino. Una ciudad que le impedía marcharse, una ciudad que, fuera de su barrio, no le reconocía. Una ciudad que ahora lo ahogaba en uno de sus charcos.
Así, Jaime, acabó su vida, con las plumas de las alas pegadas a causa de la lluvia y el pico moviéndose ligeramente a causa del fuerte viento. Jaime, el rey de los piratas, no era ya más que Jaime el gorrión, un gorrión anónimo que yacía en la acera de una ciudad que no había sabido valorarlo.
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