5 de septiembre de 2012

El Infierno son los otros

Aquí os dejo el primer ejercicio después de estos dos años. Mi querida Elvira ya os avisa de que es un truño, pero con su ánimo condescendiente me invita a que lo publique y así ahogue el vacío en el que me he sumido estos últimos años. Así que valor (y estómago) a mis posibles lectores.

***
Cuando en la navidad de 1967 me dijo que las cosas cambiarían no pude imaginarme que lo harían de este modo. Y no me refiero a las revoluciones sociales que ya se respiraban, los grandes fracasos humanos y los pequeños avances científicos. Mi drama era un drama más pequeño que, saboreado desde la perspectiva de mi existencia, se hacía insoportable de vivir. Podrán llamarme egoísta, pero es que nunca tuve la arrogancia ni la suficiente experiencia en la mentira como para intentar parecer en lo más mínimo altruista, como la sociedad demandaba con todos sus movimientos y ya la televisión y demás medios masivos intentaban imitar con sus insulsos programas.

La paz mundial y esos rollos poco podían importarme cuando mi propio mundo, mi experiencia de él, eran un infierno. Si yo estaba en guerra, ¿por qué iba a desear lo contrario para los demás? Si yo ardía, ¿cómo no esperar que los otros ardieran conmigo? Mi historia no es una historia de viajes, héroes y grandes logros. La mía es una historia de salvajismo puro, de asco hacia el resto. Pero es que entonces no estaba mi cuerpo para mucha acción. El despecho, el rechazo y la humillación no es algo que un hombre pueda encajar con mucho empaque, de hecho yo ni lo intenté. Así, cuando se me vaticinó el gran horror en aquellas fastidiosas vacaciones, no podía ni entrever lo que realmente se me venía encima: el despojamiento de todos mis bienes, la supresión de mis derechos y, más adelante, la privación de mi libertad en el más amplio sentido. Pero no fue la cárcel lo que terminó con mi cordura y mi savoire faire, digamos que solo fue la consecuencia.
Ya antes de pasar a formar parte de un número, a ser un número mejor dicho, perdido entre un mar de cifras y papeles de la burocracia, de estar al amparo de lo que unos señores desde una tribuna quisieran decidir por mí, había perdido toda facultad de elección. Al perder lo que realmente me importaba, de no existir verbo alguno que me permitiera realizar las acciones que realmente quería ejecutar, ¿qué sentido tenía decidir sobre esto o aquello? ¿Qué importancia podía tener el comer bistec o intestinos? Y eso que yo era un gran amante de la cocina...

Hay personas a las que parece molestarles que todo se remita a un hecho. Defienden que la vida es un cúmulo de ellos, que uno solo no tiene importancia. Bobadas. Hay demasiadas personas con un título que solo se han hartado de vomitar las mismas palabras que tuvieron que aprender sin molestarse siquiera en pensarlas, sin atreverse a aportar nada nuevo. Creo que mi psiquiatra era una de esas y yo una víctima de ese sistema de enseñanza. Cuando yo me remito a aquel fin del otoño lo hago con todas sus consecuencias. Fue entonces, únicamente entonces, cuando tuve la oportunidad de desdecirme, de aceptar lo que se me decía y corregir lo que había venido haciendo, de salvarme. Cuando se me condenó en el juicio, nada importaban realmente mis tropelías, el alcohol bebido de más, los robos ni los insultos al tribunal, pues de lo que realmente se me juzgaba, aunque ni ellos lo supieran, era de sordera, de cobardía, ceguera u orgullo, pongan aquí lo que quiera. El hecho es que si entonces, y solo en aquel entonces, hubiera reaccionado ante aquellas palabras de advertencia, nada de esto hubiera ocurrido. Posiblemente yo hubiera seguido pagando mis impuestos, mi jefe seguiría teniendo su coche en perfecto estado y aquella estúpida señora con el bonito collar al cuello aún podría pavonear de él por la calle. Posiblemente incluso, tampoco me atrevería a asegurarlo, algún que otro de mi grupo de alcohólicos al que me obligaron a acudir aún se mantendría sobrio, luciendo su estúpida medalla como si realmente ella fuera a solucionarle los problemas que le habían llevado a su situación.

Tampoco importa ya, es lo que tienen los fracasos. Dicen que si aprendes de ellos se convierten en un logro, pero eso es otra mierda bien pensante, como las chorradas acerca del Universo, ese pedazo enorme de materia en movimiento, que dicen que puede llegar a interesarse por uno con solo desearlo. Gilipolleces que sueltan algunos para engrosar su cuenta corriente y que algunos idiotas se sientan mejor en la contingencia de sus vulgares vidas. Mi fracaso era un fracaso, punto. Y, además, era uno de esos fracasos que no tienen solución, como sí lo son otros: perder la lotería, suspender un examen o tener un gatillazo en pleno polvo rutinario. ¿Soez? Puede, pero real como la vida misma.

Aún recuerdo aquella cena. Era una cena como antes me gustaban, con su pavo trufado y demás mierdas, algo que muchos (no todos) con los que comparto comedor a día de hoy no han podido soñar siquiera. El vino no era muy bueno, había retrasado su compra por diferentes motivos y aquel día al salir del trabajo no encontré ningún lugar decente donde poder comprar una botella, así que me tuve que conformar con un Merlot de dudosa cosecha que me vendió un restaurante a precio de bodega. No podía quejarme y ellos tampoco, era un buen cliente entonces. Las cosas se sucedían con normalidad, aquella hipocresía para la que uno tenía que ensayar el estómago a lo largo de todo el año y con especial fuerza los días previos. Familia, sobrinos cargantes y aburridos como sus padres y viejos chocheantes a los que nadie les hacía el favor de dejarles pudrirse en sus asilos. Entiendo que esa privación de la libertad tiene que ser mucho más espantosa que la que vivo yo ahora. Y entre conversación y conversación, el aviso. Susurrado a la oreja como el que dice un secreto picante para que vaya despertándose el deseo durante la velada, un suspiro inoportuno al que prefieres no hacer caso pero que te deja el picor en los tímpanos por no lograr acceder al cerebro. Y así, con otra copa de aquel vino que no terminaba de aprobar, cerré para siempre la puerta de mi destino. O al menos del destino que yo había pensado que tendría.

Ahora me quejo, pero imagino que aquella noche algo ganaba. Aunque solo fuera la comodidad de dejar pasar las horas hasta que aquello terminara sin más tortura que la ya esperada. Pero al día siguiente, cuando a horas tardías uno comenzaba la rutina de todos los años ese día, el de levantarse con el estómago pesado, sin más ganas que un café y sofá, televisión en vez de adormidera, un resquemor impaciente fue haciéndose conmigo. No llegué a terminar de poner la cafetera, no encontraba por ningún lado nada con lo que poder encender el hornillo de la cocina, y ya la realidad se había chocado conmigo y marchado sin pedir perdón siquiera. Una maleta hecha, algo de dinero sobre la mesa del comedor atiborrada de sobras. Ni una palabra, solo dos símbolos de lo que sería mi vida a partir de entonces.

El resto de la historia no tiene sentido, pues todo ocurrió ahí, todo se paró ahí. Ni mis quejas y sentimientos, mis excusas. Nada. Ni las obligaciones sin cumplir ni las consecuencias de eso. Si dos años más tarde terminé con mis huesos en la que es ahora, y por mucho tiempo, mi habitación fue por aquel susurro sin escuchar en medio del bullicio. Aquella alerta, que era la reminiscencia, el último grito de auxilio de tantas otras, que ignoré por última vez. Y aunque lo parezca, tampoco me quejo. Aquí al menos si llamo a alguno hijo de puta lo más probable es que esté acertando de lleno.



2 comentarios:

Elvira dijo...

¿Ánimo condescendiente?

Gracias. No sabía que tenía de eso. Lo pondré en mi currículum.

Gatuna dijo...

No era condescendencia. Más bien no tenía la cabeza para entenderlo en su momento y lo siento. Es un buen relato.