Noches de melón y vino, así te gustaba
llamarlas. Y ahora que acabo de darme el último baño que me daré en mucho
tiempo, hasta que volvamos a encontrarnos y la bañera de un motel sepa
proporcionarnos el amor que tu plato de ducha no supo darnos, recuerdo aquella
época. Tú, con tus fantasías espantosas que hablaban de trucos de magia y cosas
sin sentido, rompías siempre el silencio con algunas de aquellas carcajadas que
yo sabía sacarte, arrancándotelas del corazón porque recuerdo que no querían salir, esa risa que posiblemente molestaba a los vecinos pero que a mí me
fascinaba tanto, pues me recordaba aquellas risas infantiles que pronto tuvimos
que abandonar para meternos en este mundo que no nos gusta, y que ahora tenemos
que ahogar en esas noches, esas noches que tú las llamabas de melón y vino
porque no querías aceptar que eran de vino de rosas, rosas que yo no quería
regalarte por lo que teníamos que cenar melón ante la luz de aquellas velas.
Mientras escribo estas letras me fumo el último cigarrillo, que me recuerda a
un cementerio cuando pienso en el último baño, que me recuerda aquel cementerio
junto al que paseábamos, tú ignorante, mientras te empeñabas en seguir el curso
del río. Pero aquella noche no había melón, ni siquiera sabías que había cementerio,
y si hubo algo de rosas tuviste que quedarte con las espinas. Pero luego supe
sacarte una de esas risas tuyas, solo que no era en mitad del deseo de esos dos
cuerpos que añoraban otras cosas pero que sabían encontrarlas en el otro. Y yo
ponía música, ¿recuerdas aquella música? De un autor que solo yo comprendo y
que antes te gustaba pero que ahora no, e hicimos el amor mientras un gato,
solo uno, nos miraba. Y yo me preguntaba qué tenían aquellos bichos que
quedaban siempre tan bien en un poema y tú me pedías que me callara, porque el
gato no era tuyo, sino que tú eras de él y yo tenía que conformarme. Entonces
encendíamos ese cigarro de la misma marca que aún fumo ahora y lo dejábamos
morir sobrecalentado entre dos bocas que estaban demasiado ansiosas como para
darse cuenta.
Pero no sabías entenderme y me decías que no
me enamorara, y yo me porté bien y te decía que tú hicieras lo mismo pero no nos
hicimos caso y ahora tengo que imaginarte y tú que leerme mientras recordamos,
tú allá lejos y yo aún más distante, cómo sabía colarme entre tus piernas, esas
piernas que me parecían perfectas y que ya me lo parecían cuando aún no había
besado tus muslos. Ni siquiera sé si
estás muerta, pero yo aún te mantengo viva, como esos pequeños monstruos que
los humanos necesitamos crearnos para mantener el miedo que nos sostiene vivos.
Tengo que pensar en los baños futuros, porque no sé cuándo me daré el próximo,
y siento todas aquellas botellas que no nos bebimos entre las sábanas, y el
plato de ducha y el cariño que le cogí al maldito gato, que no era tuyo pero
del que tuve que hacerme amigo para poder arañar, como él arañaba las paredes,
los minutos que pasaba en tu compañía.
Y sé que me estás leyendo, porque me
prometiste que no dejarías de hacerlo aunque estuviera dos años sin escribir,
pero aún no sé recuperar el drama que tanto detestabas y por el que me decías que
era imposible, y me llamabas loco y querías llamar a que me encerraran, sin
servirte mis excusas de que era complicado, que no sabía hacerlo mejor por
mucho que lo intentara. Que no era torpe, ni tan siquiera despiadado, que solo
quería volar entre las nubes y mantenerme a la vez entre mis letras, pero estas
no querían volar tan alto y por eso hablaba tanto de poesía (de otros) y de un
cine que tú nunca habías visto y que no sabías si algún día encontrarías
alguien con quien compartirlo, porque ese no era yo y tú lo sabías, por eso me
pedías que me marchara cada noche a dormir entre los barrotes de mi cama. Y te
prestaba libros que no sabía si leerías, porque eso podíamos compartirlo, y tú
me decías que sí y que me contarías tus avances, pero no avanzabas porque yo no
te dejaba con tantos mimos y ternuras, y a ti te gustaba y dejabas los libros a
un lado para echarme a mí al otro, para redescubrir esas piernas que me
parecían de fantasía. Y me hablabas de tatuajes y de resistencia al dolor
mientras me practicabas placer entre gemidos, como si el dolor anduviera cerca
de tanto goce, como si fuera irresistible que uno fuera seguido del otro. Pero
entonces era yo el que no comprendía y tú me mirabas como al niño al que aún le
queda mucho que aprender. Yo te decía entonces que esa era mi consuelo, pues
quería morir sin haberlo visto todo, aunque fuera un listillo y quisiera que tú
creyeses que sí, que tenía todas las respuestas y que podía ayudarte. Pero no
podía. Entonces encendíamos la radio porque no queríamos que tristes
pensamientos terminaran de hundirnos, luchábamos juntos en las tormentas del
otro mientras el gato jugaba con mis calcetines, dándonos el apoyo que en ese
momento cada uno necesitaba para recibir el empujón.
Pero en ningún hospital los compañeros de
habitación reciben el alta al mismo tiempo, y creo que yo me curé antes que tú.
Nunca te engañé, ya te dije que me curaba rápido, pero también que tenía
empatía, que era mi condena y que ahora sufría porque tenía que irme de tu
lado, dejándote con tus penas en esa habitación llena de humo, como los
recuerdos. Tú no querías que yo te cuidara porque los sanos tratan mal con los
enfermos, me decías, y me marché con la promesa de unas letras que tardaron
mucho en llegar, porque no recordaba dónde vivías por muchas noches que yo
pasara allí. Y ahora que llegan sé que lo hacen tarde, porque tú ya no eres la
que recuerdo. Porque dejaste de ser la Maga para convertirte en otra cosa,
menos cercana, más inquietante. Y aunque yo no pueda apartar de mí la imagen de
tus piernas rozando mi espalda, como si lo viera desde arriba porque ya no
estaba ahí tumbado en la cama, sino en las nubes procurando alzar mis letras
mientras tú te aupabas sobre mí, sé que ya no estás ahí, que esas piernas
magníficas pertenecen a otra persona. Pero aún tengo la esperanza de saberte
encontrar, de hurgar aún más profundo y, aunque no sea ahora, terminar
compartiendo contigo esa copa que sabes que te debo, porque nunca la pagué.
Y pese a que los cielos estrellados nunca nos
hayan visto juntos porque no supimos hacer ese viaje, es posible que nos
encontremos en él, cada uno por su lado, y como por casualidad aprendamos a
respetarnos y dejes que sea ese chico loco de atar y tú la Maga con tus fantasías
y curaciones milagrosas metidas en botellas del Nepal, suspirando porque hay
demasiada gente en el mundo y tú quisieras matarlas a todas a base de remedios.
Y por eso no querías tener hijos, y yo tampoco, y querías morir joven aún a riesgo de
no encontrarnos, pues sabes que yo llegado el momento me mataré, si es que
averiguo cuando es eso. Y siento tener que escribirte esto ahora, después de mi
último baño y gastando el último cigarrillo, pero no sabía cuándo corresponder
tus peticiones.
Me gustaría terminar con palabras hermosas,
pero prefiero guardarlas para el futuro sin cerrar con puntos finales, porque
no somos amigos de los finales y sabemos que la vida sigue, aunque tengamos que
sufrir por el camino, pero sabiendo que nadie a quien amar es nadie a quien dañar. Etcétera...
Esperando que resucites.