12 de diciembre de 2008
Christina Rosenvinge: El lastre de su brillantez
4 de diciembre de 2008
Teatro y vida
-¿Y esa máscara? ¿Por qué la llevas?
-Para mejor mostrarme al mundo –respondí tranquilamente, como el que dice algo que ya se sabe por lo obvio del asunto-.
-¿No será mejor que así te ocultas? Uno se pone una máscara para que no se le reconozca, para poder actuar sin que luego se le pueda imputar la responsabilidad de sus acciones.
-No, estás muy equivocado. Uno se pone una máscara para crearse a un personaje, para poder dar vida a algo que él mismo no puede. Mi máscara, todo mi disfraz, no soy nada más que yo mismo. Este personaje, que a todos se les antoja muy distinto a mí, soy yo realmente. Es mi yo alejado de las convenciones sociales, pues al ser eso, un personaje no tiene porqué seguirlas, ya que no les debe nada al no escudarse, al mismo tiempo, en ellas.
Cuando me subo a un escenario a interpretar no puedo sacar de mí nada más que lo que llevo dentro. No puedo en ningún momento ser otro. Así, cuando lloro o me mantengo hierático ante algo, es porque realmente soy capaz de hacerlo. Así, cuando me paseo con mi disfraz, no es mi personaje quien se pasea, sino yo mismo. Y si en algún momento él sonríe, soy yo quien lo hace. Tal vez puedan pensar: “¿Entonces? ¿Por qué no te quitas la máscara?”. Ante eso yo respondo que si alguien se atreve a mostrarse tal cual es, mostrar su más grande intimidad sin ningún tipo de pudor sin tener un subterfugio donde resguardarse, que lo haga. Y si soporta la maldad de los hombres que utilizarán eso para herirle, es porque es un loco o un estúpido.
En cambio, yo siempre podré decir que ese no soy yo, que no es más que actuación. Y así, podré siempre maravillarme y llorar ante una obra de arte, y acto seguido mirar por encima del hombro a todos los que me acompañan y soltar alguna parrafada estéticamente perfecta, pero sin una gota de ternura.
¿Y quién seré yo?
No puedo decíroslo, pues si revelo quién es el personaje y quién el real, ya no habrá posibilidad de salvación.
“Conocer la vida no es sólo observarla, es introducirse en ella, es demostrar habilidad para transformar lo conocido y lo vivido en imágenes escénicas, cercanas y comprensibles para nuestros espectadores.”
(María Osipovna Knébel. El último Stanislavsky. Editorial Fundamentos. Madrid. España. 1996.)
2 de diciembre de 2008
Una carta olvidada
¿Qué darías a cambio de tu alma?
¿Qué es eso que deseas por encima de todas las cosas que pueden dársete en el mundo?
Yo lo sabía, e hice mi elección.
Quise probar el hastío de haberlo vivido todo. Quise saberlo todo. Quise poder tocar con mi dedo el más profundo abismo, para luego ascender hasta el paraíso del placer. Quise estancarme para siempre, para así poder correr por el vertiginoso movimiento de la vida. Deseé mantener intacta mi juventud para siempre, y apenas pensé que eso es demasiado tiempo.
¿Tengo yo la culpa de ser una suerte de Apolo? ¿Cómo es posible que no me amara más de lo que el propio Narciso podría haberse llegado a amar jamás? Las Musas corrían a mí deseosas de que yo gozara por su causa, pugnándose por ser las coronadas por su propia influencia.
Y todas aquellas bendiciones decidieron tornarse en maldición. Los dioses quisieron, en un temible juego al que no debí entrar jamás, concederme aquel deseo que siempre había ansiado. Mi juventud sin mácula, con toda su fuerza y vigorosidad, se mantiene intacta desde entonces.
Pero, lejos de poseer un cuadro oculto donde esconder mis horrores, todas mis culpas se agolpan en mi cabeza, deseando encontrar ese eterno descanso donde son expiadas. Pero no existe pintura que acuchillar, ni cabeza que cortar, ni existe cadena tan fuerte que me sujete al fondo del mar, sin morir, quizás, pero lejos de este mundo. Y no encontré más expiación que el arte que antes había cultivado, pero las Musas, sintiéndose engañadas al descubrir que me amaba más de lo que jamás ellas serían amadas, no querían ya asistirme.
Y aquí estoy. Sin tiempo suficiente para haber visto levantarse grandes imperios, pero sí con el bastante para querer abandonar el mundo.
He viajado por el mundo, he sido agasajado por millones de mujeres que serían el sueño de cualquier hombre. Todas las drogas han surcado mis venas, y hoy día me mantengo sin tan siquiera el descanso del sueño. No hay horrendas marcas que afeen mi rostro, y mi energía no se ve delimitada.
¿Me robaron el alma? Me quitaron las Musas al descubrir mi secreto, extirpándome así una gran parte de mi ser, pero dejaron intacta mi sensibilidad ante el dolor, ante lo horrendo. Lo espantoso sigue haciendo mella en mí, el vacío me inunda. Por compañera me dejaron a la soledad, como una ironía propia de las más crueles mentes. ¿Por consuelo? Ni
Mi ética fue cayendo en el olvido, junto a tantas otras personas a las que ya no podía amar por parecerme ridículas. Empecé a ver a todos como pobres que se afanan en recolectar lo suficiente ese día antes de que llegue la noche para poder subsistir si con ella llega el frío. Andan con su carritos llenos, algunos bastante precarios, otros auténticos BMW, pero tanto da. Todos fortuitos y pasajeros.
Quería pensar que había sido maldecido, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que aquello que los dioses me habían dado como castigo, no era para mí más que la contestación a todas las preguntas.
Lejos de la moral todo me servía. ¿Pero acaso la moral no ha sido inventada por el ser humano para poder morir tranquilo? ¿De qué me servía a mí entonces?
Y ahora vago por las ciudades. No poseo un lugar fijo para descansar, prefiero hacerlo en los distintos y oscuros bares que las urbes me van brindando. Me deleito en escribir un pequeño texto en un trozo de papel que luego dejo sobre la mesa, para que pueda ser leído o tirado por el próximo que vaya a sentarse. Adoro subirme a un pequeño escenario improvisado en un local y cantar todas aquellas poesías que en el camino he escrito.
Y ahora vuelvo a mi juego. Os dejaré esto aquí como testimonio. Tal vez sea leído, tal vez obviado. Sea lo que sea, mucha suerte a todo aquel que pase la vista por aquí. La necesitará.